Ignacio T. Granados Herrera, poeta y documentalista cubano, es un hombre sensible y serio hasta las lágrimas. Hijo de novelista y poetisa, lleva la literatura en el origen mismo de su ADN. Hoy, Dile que pienso en Ella abre sus puerta a este hombre, feliz a partir de la asunción de la infelicidad.
¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Fue un conjunto de cosas, y la política ni siquiera fue la más importante en principio. En realidad me encontré sumido en una crisis existencial muy grave, por problemas personales, y recién llegado de la experiencia de trabajo en Moa (Oriente) me encuentro todo el ambiente contestatario que la Perestroika había provocado en La Habana. Sólo entonces es que comienzo a ver la dimensión política en que estaba viviendo, pero desde una fractura que fue primeramente existencial. Tampoco me planteé salir del país, pues no tenía manera de hacerlo; ni siquiera era bueno como comerciante de bolsa negra, ni mucho menos como jinetero, siempre fui medio tonto para eso. Pero sí fantaseaba con una vida fuera de aquella fatalidad, sin tener una idea de cómo lo realizarla.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Lo único que tenía claro es que no tenía ni idea de cómo era el mundo fuera de Cuba, sólo que, de alguna extraña forma, la gente conseguía ser feliz y disfrutar de la vida. De hecho, producto de la fractura que estaba viviendo, terminé pidiendo el bautizo católico, algo que no me era tan extraño como puede parecer, pues en mi edificio vivían las tías de monseñor Petit, que de niño habían querido bautizarme. Fue en ese proceso que me fascinó la orden de Santo Domingo como estilo de vida, y con esto, llegó el descubrimiento de la filosofía; y eso fue lo que me movió a entrar en la vida religiosa como una posibilidad real; pero para mí, todo aquello estaba en contradicción con mis pretensiones como escritor, así que ni en mis sueños más salvajes yo alcanzaba a figurarme nada por lo claro.
¿Qué encontraste?
Lo que encontré fue que la realidad era más confusa y contradictoria que yo mismo, pero como no tenía una idea preconcebida, creo que me fue más fácil lidiar con eso. También enfrentaba problemas muy graves y concretos, que no me daban tiempo para ese tipo de elucubraciones; entre ellos, mi incapacidad para adaptarme a la vida religiosa que tanto me había fascinado y la soledad, pues aunque tenía buenos amigos y mucho apoyo, ninguno era de larga data, todos formaban parte de mi nuevo contexto.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Pues de todo eso resultó un regalo nuevo, pues aunque con un proceso muy largo y doloroso, me permitió lidiar conmigo mismo y mis problemas; fue una maduración acelerada, que condensó cerca de veinte años en una década, y me ha hecho un hombre finalmente muy feliz. En términos políticos, pues todo ese proceso me confirmó mi escepticismo inicial y mi desconfianza respecto a las contradicciones políticas; por lo que al final, he terminado por distanciarme más aún de todo, en una suerte de vida monástica, sin otro monasterio que el estudio mismo y el desarrollo de la filosofía como estilo de vida.
¿Qué es para ti La libertad?
Esa felicidad viene precisamente de una conciencia de la libertad, pero no como un estado, sino como una condición propia de la realidad; la felicidad me viene de saber que no hay manera de no ser libre o de renunciar a serlo, porque es la condición misma de la vida, y que todas las contradicciones provienen de no saber eso, y del miedo de que sea cara o incosteable, cuando en realidad, es el modo más barato y eficiente de vivir.
¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Pienso en la patria como pienso en la raza o el género, algo que me identifica, pero no me define; es como una raíz, que sólo sirve para sostenerse pero no puede oponerse al crecimiento. Es como un banco sobre el que pararse a ver el paisaje, no para sentarse a descansar. No es algo que yo haya hecho, y de lo que, por tanto, no soy responsable; puedo amarla, como a una buena persona o a un buen poema, pero de ese mismo modo tengo que poder desprenderme se ella. Creo que eso forma parte de la madurez y la plenitud, y es así un amor más responsable incluso en lo descomprometido; porque es también una relación más íntima y activa, sin el peligro de manipulaciones que siempre supone lo político. Creo que no hay modo de amar sin ser responsable de ese sentimiento, y respecto a la patria eso supone la vigilancia constante de lo que nos quieren vender como Patria pero no lo es; y eso lo veo cuando pienso en mi país, y me remito más a momentos y experiencias que a lugares específicos. Lo que más se me acerca a esa experiencia lo escribió Reinaldo Arenas —que ni siquiera está entre mis escritores favoritos— al final de “El color del verano”; cuando el personaje se cae del barco y lo ve alejarse, y se da cuenta de que él no se bajó sino que lo dejaron a la deriva.