Puro papel mojado. De nada sirvió la Carta Democrática Interamericana solemnemente firmada en Lima en el 2001 por los 34 países miembros de la OEA. Sesenta muertos, cientos de heridos y torturados y más de dos mil detenidos, pero la Organización de Estados Americanos no pudo ponerse de acuerdo para condenar al régimen de Venezuela tras la deriva totalitaria adoptada por Nicolás Maduro.
Casi todos los países del CARICOM, que son aproximadamente los mismos de Petrocaribe, la Odebrecht venezolana, corrompidos a punta de petrodólares, le vendieron al chavismo la conciencia democrática y la compasión por los muchachos que luchan y mueren por la libertad.
Formaron un club de estómagos agradecidos, secretamente coordinados en este evento por la cancillería venezolana controlada por los hábiles operadores políticos de la Dirección de Inteligencia (DI) cubana, presidida por el general Eduardo Delgado Rodríguez, para oponerse a la resolución presentada por EEUU, Canadá, México, Perú y Panamá, aportando una declaración alterna, totalmente anodina, que no tenía otro objeto que impedir la mayoría calificada que exigía el reglamento de la OEA para forjar una declaración conjunta.
La población combinada de los 15 Estados afiliados al CARICOM es apenas un 5% del censo de las naciones decididas a censurar a Maduro, pero la ficción democrática que impera en la OEA determina que el voto de Monserrat, una excrecencia geológica con menos de 6,000 habitantes poseedores de una bandera, un himno, una gasolinera y dos farmacias, vale lo mismo que el de Brasil.
Es decir, Raúl Castro y Nicolás Maduro súbita y hábilmente dotaron de política exterior a unos minúsculos países que carecían de ella, con el objeto de bloquear la acción de unas naciones que pretendían cumplir con el compromiso moral contraído por todos en la Carta Democrática Interamericana.
Este resultado era predecible. La OEA es una institución geográfica que surgió impulsada por la Guerra Fría. No obstante, su arquitecto, Estados Unidos, perdió interés en el organismo. Especialmente desde que, en diciembre de 1989, la institución se le escapó de las manos y condenó a Washington por la invasión a Panamá, efectuada para terminar con la narcodictadura criminal del general Manuel Antonio Noriega.
Los hechos se precipitaron tras el asesinato de un oficial norteamericano destacado en la Zona del Canal y la violación de la esposa de otro por cuenta de los militares norieguistas. La invasión, finalmente, le trajo la democracia al país. Pocos meses después, el gobierno legítimo de Guillermo Endara, inspirado por el vicepresidente Ricardo Arias Calderón, desmilitarizó a Panamá, cancelando para siempre unas Fuerzas Armadas que sólo habían servido para tiranizar al pueblo y estimular el tráfico de drogas.
Deberían existir sanciones para los diplomáticos y los Estados miembros que violan los compromisos que habían jurado defender. No es posible que funcionarios y políticos comprometidos con el cumplimiento de los Derechos Humanos y las reglas de la democracia liberal, acaben respaldando a la dictadura de Maduro por un puñado de barriles de petróleo y otros oscuros negocietes.
Fue premonitoria la reciente amenaza del senador Marcos Rubio a República Dominicana, Haití y El Salvador si no respaldaban posturas democráticas dentro de la OEA. Tras el reciente espectáculo, acaso algunos legisladores republicanos y demócratas propicien en Estados Unidos la aprobación de una ley bipartidista por la que se castigue de oficio a quienes ignoran o traicionan los compromisos previamente contraídos en las instancias internacionales.
Ya se sabe que negarles las visas de acceso a Estados Unidos a los políticos y funcionarios corruptos, la confiscación de sus recursos mal habidos, o decretar la imposibilidad de adquirir propiedades en el país, tienen un fuerte efecto disuasorio sobre las conductas reprobables de estos bandidos de cuello blanco. Sería una forma legítima de contribuir a la decencia y a la seriedad de la región.