José Martí
José Julián Martí Pérez, Apóstol de la Independencia de Cuba, nació en la Calle de Paula el 28 de enero de 1853, en La Habana. Hijo de Mariano Martí Navarro, de Valencia y de Leonor Pérez Cabrera, de Islas Canarias. Aprendió el amor a Cuba en especial con su maestro, el poeta Rafael María Mendive, cuando en 1865 se convirtió en su alumno en la Escuela Superior Municipal de Varones, de la cual Mendive era director.
Cada 28 de enero, fecha fausta en el orden de los natalicios isleños, sería saludable tener presente que a José Martí se le ha manipulado hasta la saciedad, y a veces hasta la ridiculez, como se apreciaría en los denodados esfuerzos de algunos bien intencionados activistas para que el poeta pase a integrar las huestes del pacifismo.
Ningún problema con la estrategia pacifista, es inclusive una estrategia que ha dado resultados en otras latitudes. El problema estaría en que se le quiera endilgar la dicha estrategia a un hombre que, como sabrá todo el que asistió a la escuela primaria en Cuba en tiempos de la República o en tiempos de Fidel Castro, murió en combate, no se sabe si de cara al sol como él pedía, pero sí empuñando un revólver sobre un caballo blanco y frente a una descarga cerrada de la fusilería española.
Un hombre que, como sabrá todo el que ha profundizado algo en la historia de la isla, murió con los grados de Mayor General del Ejército Libertador. Pero más significativo que todo lo anterior, final espectacular al fin y al cabo, atribuido por unos al suicidio y por otros a la equivocación, es que Martí, escritor aparte, fue el certero conspirador y el eficaz organizador de una guerra, la más sangrienta y devastadora de la historia isleña, y la que finalmente llevaría a los cubanos a la independencia y por tanto, y en definitiva, se debería reconocer a estas alturas, un excelente estratega militar, que si bien no dirigió el entramado en el teatro de las operaciones, sí supo aunar las voluntades, crear el concepto y trazar las pautas para la eficaz manifestación de ese entramado.
Y es que Martí, ese (ya se sabe) gran desconocido entre los cubanos, se nos hace más desconocido aún a la luz, o las tinieblas, de esa especie de dictadura vegetariana y centrista, no por vegetariana y centrista menos dictadura, que procura prevalecer hoy en Occidente.
Un Martí sometido a un doble escamoteo, por un lado, un escamoteo de la misma índole del que padece la modernidad y que correspondería al socialismo de la hipnopedia inducida (ese del libro "Un mundo feliz", de Aldous Huxley), y, por otro lado, el escamoteo, duro y directo, impuesto en Cuba durante el último medio siglo y que correspondería al socialismo científico de Carlos Marx; aunque, a fuer de sinceros, debería reconocerse que el escamoteo de la figura de Martí se inicia ya con su propia muerte y el posterior apostolado; ese que permitía declararse martiano, ¡sin ruborizarse siquiera!, lo mismo a un doméstico hijo de vecino, al asaltante de un banco que al asaltante del cuartel Moncada.
La verdad parece ser que Martí viola la mayoría de los lugares comunes de la moral, las costumbres, la religión y las leyes, sobre todo de las leyes, de su época; vamos, que no era lo que hoy llamarían una persona decente, precisamente por no encajar en los tópicos de las manidas normativas de la masa diligente (que puede y ciertamente es instruida y ni siquiera se cree masa, sino élite); y ello es particularmente apreciable en sus enrevesadas relaciones amorosas (no suficientemente estudiadas), en su iniciación masónica y afinidad con el espiritualismo orientalista (tampoco suficientemente estudiadas) y en la desobediencia de la legislación española, y aun de la norteamericana (ver sucesos de la Fernandina relacionados con la incautación de las armas y pertrechos de los vapores Lagonda, Baracoa y Amadís, en enero de 1895).
Y es que el radicalismo de la libertad en José Martí se pone de manifiesto ostentosamente en todos y cada uno de los aspectos de su vida y obra. Mal momento el presente para la palabra radical, se olvida que viene de raíz, de ir a la raíz de los fenómenos de la realidad, y se le pone el mote de radical al primer fanático que se reviente por los aires matando civiles inocentes en nombre de la verdad revelada. Mal momento para la palabra libertad, apenas ni se le nombra y va camino de convertirse en uno de esos vocablos arcaicos y en desuso. Mal momento para Martí, para la libre expresión del pensamiento; para el pensamiento.
Martí más que el libertador de su patria, fue el libertador del idioma español de su tiempo; un escritor tan radical que fue capaz de rescatar un idioma que, como los restos del imperio que lo globalizó, agonizaba bajo las normativas de un romanticismo tardío que se expresaba entre espasmos, suspiros y exotismos arábigos; capaz no sólo de rescatarlo sino de conducirlo hacia el inicio de una renovación que acertadamente después se nombró Modernismo y que sería el primer, y probablemente el único, movimiento literario, y de cualquier índole, que nacido en el Nuevo Mundo incidiera sobre Europa.
Si alguien dudara de la vitalidad y la fuerza que imprimió Martí al idioma español nada más tendría que leer su "Diario de campaña: De Cabo Haitiano a Dos Ríos"; por cierto que nunca como en este caso van tan firmemente de la mano el radicalismo de la prosa, el radicalismo del pensamiento y el radicalismo de la acción en pos de la libertad.
No sería prudente extenderse en citas de Martí acerca de la libertad, muchas de las cuales han recitado los niños cubanos de todos los tiempos en un ejercicio meramente escolástico, pero bastaría saber que si algo define el pensamiento martiano es la defensa radical de la libertad como llamado y realización del hombre; el vislumbre del hombre como esencialmente mutilado cuando de la libertad carece, cuando de la práctica de la libertad es privado.
En cambio, sí resultaría prudente citar a ese precursor de José Martí en el radicalismo libertario que sería don Miguel de Cervantes y Saavedra quien, en el Capítulo 58 de su obra Don Quijote de la Mancha, dice en boca del loco sublime: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida..."
Porque Martí hace suya la frase cervantina, la cumplimenta en su accionar y la sobrepasa, pues no sólo aventura la vida, que ya es mucho, sino que la entrega, la clava en la conciencia de la futura República aquel 19 de mayo de 1895; pero este hombre ulcerado y seductor va mucho más lejos todavía, y pone de manifiesto de manera indeleble en lo que vino a ser el súmmum de su obra política (la Guerra de Independencia) que por la libertad no sólo se puede y debe aventurar la vida, sino que por la libertad se puede y debe matar.
Pero Martí no sólo transgrede la ley en los grandes temas de la vida y de la muerte, los de la gloria en suma, sino que como endurecido conspirador que era lo habría hecho también, y sobre todo, en los pequeños temas; esos que resultan más escabrosos a la historiografía y la hagiografía al uso, a uno y otro bando del espectro ideológico nacional.
Y en ese contexto es que se sitúa una de las más ardientes polémicas que estremeciera a la joven República en fecha tan temprana como 1906; polémica en torno a si Martí aceptó o no los dineros del bandolero Manuel García, Rey de los campos de Cuba, específicamente los que provendrían del secuestro de Antonio Fernández de Castro, hermano del destacado autonomista Rafael Fernández de Castro; cosa negada enfáticamente, entre otros, por Fermín Valdés Domínguez, amigo íntimo de Martí; pero afirmada por el Doctor Martín Marrero, jefe del movimiento independentista en Jagüey Grande, que en su Diario de Operaciones del Coronel de Caballería Martín Marrero (Fondo Emeterio Santovenia, Leg. 35, # 71) asegura haber ido a Cayo Hueso, EE.UU, en 1893 y recibido instrucciones verbales de Martí sobre el bandolerismo, quien le habría dicho que "En cuanto a los bandoleros, es necesario tener presente que, al estallar la guerra, todos aquellos que estén fuera de la ley no puedan permanecer neutrales y por lo tanto, tienen que caer al lado o del lado de nosotros. Estando ellos de nuestro lado, esto resultaría beneficioso para todos (...) De otro modo, ellos al lado de los enemigos, resultarían todo lo contrario, pues toda maldad, sería estimulada y aumentada, empleada en prejuicio nuestro..."
Más allá de la veracidad o no del testimonio brindado por Marrero, lo que sí parece fuera de toda duda es la participación en los afanes independentistas de bandoleros como Manuel García y José Álvarez Arteaga, alias Matagás, ambos muertos en combate con el grado de oficiales del Ejército Libertador; y en cuanto a la participación del primero, al menos, no hay duda de que fue aceptada por José Martí quien, en misiva al generalísimo Máximo Gómez, de agosto de 1893, y en referencia a los preparativos revolucionarios en el interior de la isla, asegura que "Manuel García en carta triste y sumisa, espera órdenes". (J. Martí, Obras Completas, La Habana, 1975, p. 389).
Más allá del anecdotario histórico, lo que sí podría establecerse acá es que la figura de José Martí evidencia, más que ninguna otra en el contexto nacional cubano, lo falible del apotegma repetido hasta el cansancio acerca de que el fin nunca justifica los medios; y vendría a mostrar, a los que tengan ojos para ver, que la realidad resulta siempre mucho más rica y compleja que cualquier acertijo de lo políticamente correcto, del bien pensar y el mejor actuar, y que su radical ideario de libertad pasó, a la hora de las decisiones y las acciones, por el justo balance ético indispensable a los hombres que sobre los hombros se han echado, o les han echado, la ardua faena de fundar naciones.