Las fosas nasales son órganos de la vista. El pueblo lo sabe pero los hombres de ciencia, temerosos de restar protagonismo a los ojos y perder su favor, prefieren obviar esa facultad y reducir el interés de aquéllas a cuestiones relacionadas con el aparato respiratorio.
Quien asoma las narices por algún lugar curiosea, y quien las mete en todo, igual: es un fisgón. El pueblo recurre a ellas para referirse a esos vicios porque las sabe mironas y capaces de apercibirse de lo que escapa a los ojos. Las fosas nasales aprovechan la prominencia de la nariz sobre la superficie del rostro para adelantarse a aquéllos, que, hundidos en sus cuencas, les van a la zaga y carecen del sentido extra que ellas disfrutan y por las que son más célebres: el olfato.
Una fosa nasal no es más que una pupila dilatada que además de ver, huele; su reborde de carne es su iris, y no le faltan pestañas, sólo que lejos de crecerle afuera, optan por los orificios penumbrosos llamados narinas, donde la brisa corre en ambas direcciones y la humedad es más grata que en los ribetes del párpado.
No obstante, el hombre no supo aprovechar el don de ver de las fosas nasales y lejos de contribuir a su desarrollo inventó los espejuelos,* un objeto a caballo entre ellas y la frente pero escuálido como un Quijote, frío como un bisturí, inmune al sueño, provisto de patas, amigo de esconderse de sus dueños de edad avanzada y sobrecogedor cuando éstos fallecen y él, aferrado a la vida, rehúsa cerrar los ojos, aunque se le condene a su funda, un féretro confeccionado a su medida en el que, a diferencia de nosotros, tiene la ventaja de acostumbrarse a yacer desde que nace.
Los alemanes de antaño, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) entre ellos, dijeron pestes de los espejuelos, y con razón: se interponen entre las miradas de los amantes, sirven de antifaz (es decir, de forma de ocultación) a sus usuarios, y, sobre todo, desmitifican el mundo, lo despueblan de ambigüedades. Lo que sólo se entreveía --y por sólo entreverse azuzaba a la imaginación, permitiendo al miope completar la realidad a su antojo-- ahora se mostraba con un impudor pornográfico. Los alemanes argüían que quien recurría a los espejuelos se sabía más al tanto del mundo sensible que sus interlocutores, y que esa certeza le permitía asumir un aire de superioridad descortés, o, si era escritor, exhibirlos como prueba al canto de incontables lecturas: el mejor indicio de erudición es una vista cansada.
Del beneficio de no usar espejuelos supe gracias a la diligencia de un flamboyán. Entre las flores naranjas y rojas que encandilaban el césped del patio delantero de mi casa un mediodía de verano, vi a un pétalo hacerme señas, a un pétalo exento, sin corola que lo empuñara ni ráfaga de aire a la que atribuir su gesticulación. El pétalo actuaba por voluntad propia, apareciendo y desapareciendo detrás una hoja de hierba, jugando al escondite conmigo. Recordé el poema de Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575):
A ese árbol que mueve la hoja
algo se le antoja,
y, halagado, decidí acercarme lentamente al pícaro, aceptar su invitación a jugar; luego sería yo quien se ocultara y lo obligara a venir en mi busca.
Tuve que aguzar la vista antes de descubrir que se trataba de la lengua de una lagartija que me miraba fijamente y se burlaba de mí o se relamía, hecha la boca agua: aunque sólo recurro a mis espejuelos cuando conduzco, puede haberme visto cara de mosca. La línea del cabello retrocede, los ojos amenazan abandonar sus órbitas, el morro se pronuncia o retrae, y el insecto que pudimos ser se persona.
Miré alrededor, vi las flores del flamboyán que colgaban encima y delante de mí, admiré las que cubrían el suelo y encendían la sombra, y, además de constatar el gran parecido entre sus pétalos y la lengua de una lagartija, me pregunté cuál de ellos habría sido el primero, cuál habría inspirado el otro o la otra, aunque bien pudieran ser todos, pétalos y lenguas, una misma cosa manifestándose en reinos diferentes.
La vieja Alemania no desatinaba: la invención y popularidad de los espejuelos nos han privado de un disfrute más estimulante del mundo. De haber llevado los míos, no sólo hubiera continuado ignorando el parentesco entre una lengua y un pétalo: tampoco hubiera acariciado la posibilidad de que uno de éstos últimos tuviera vida propia y fuera capaz de hacerme señas e invitarme a jugar al escondite.
Ver demasiado bien priva al mundo de un difuminado que, lejos de condenar a la ignorancia, fuerza a adivinar mucho de lo que nos rodea y permite acariciar más de una ilusión, entre ellas, la existencia de universos paralelos; orbes y gentes imperceptibles que transcurren a nuestro alrededor y que tampoco pudieran tener prueba fehaciente de nuestra cercanía, ya sea por limitaciones de orden sensorial exactas a las nuestras o por aversión justificada a los espejuelos.
La sabiduría de la naturaleza abarca nuestra renuencia inconsciente a desarrollar los poderes de las fosas nasales como órganos de la vista. Ellas también atentarían contra una percepción más rica, por velada, de la realidad.
*Espejuelos, lentes, gafas o anteojos. La diversidad de nombres es razón de malentendidos entre los países hispanohablantes y quién sabe si la causa de la perenne desorientación que sufren muchos.