La posibilidad de que el trino no sea un canto sino una queja, de que el pájaro no gorjee porque busque compañía, festeje la llegada de la primavera o tenga vocación para la música, sino porque es víctima de una angustia indefinible, sobrecoge.
Hasta el pichón podría piar por causa de una inquietud mayor que el hambre o el gozo recién descubierto de saberse capaz de producir un sonido y escucharse; piar por desconsuelo ante la ruptura del cascarón donde tan bien estuvo y al que, luego de desesperados intentos de devolverle su forma original, no queda más alternativa que dar por irreparable.
Los versos que siguen ofrecen algunas de las razones más verosímiles de la angustia que intuyo y que bien pudiera ser una proyección –en el sentido del término más vinculado al psicoanálisis-- de la que arraigaba en su autor cuando los escribió. Lo que se infiere en otros suele latir en uno:
El autor está seguro de que la manifestación pública del pájaro no es sino una expresión de pesadumbre, y la sola sospecha de que no se equivoque, desasosiega: el bosque, la campiña, el parque, el patio arbolado, el jardín, fragmentos todos o recreaciones humanas del paraíso original, no sirven de escenario a un concierto de voces felices sino a un coro de lamentaciones.
Las únicas ramas sin árbol visible son aquéllas, invisibles también, de las que penden los astros, entre ellos, la Tierra, y la única jaula sin rejas corpóreas, aquélla que todos habitamos: la realidad.
Al pájaro no le faltan razones para quejarse: todo aquello de que está hecho le es adverso o doloroso, y todo lo que le rodea constituye un peligro. Su esqueleto es un cúmulo de limitaciones, imposible avanzar o hacerlo sin sufrir tropiezos; vive para forcejear consigo mismo, como el anciano, según la definición de la vejez dada por Gesualdo Buffalino: sentir el cuerpo pasar de cómplice a enemigo.
Y es un animal cuyas plumas lejos de protegerle se le encajan; San Sebastián condenado a un suplicio mayor que la muerte lenta: la larga vida. Los proyectiles que le hieren, lejos de serle extraños, le son connaturales; emplumar fue clavárselos y, como el toro mordido por las banderillas, no hay contracción o movimiento suyos, por leves que sean, que no contribuyan a herirlo, a propiciar que las puntas de las flechas que lo cubren le escarben la carne.
La idea de un pájaro cuyo cuerpo es una garra dentro de la cual el propio pájaro apenas sobrevive, abisma, y sugiere que nada puede hacer sin clavarse las uñas que le rodean y que acaso, de tan crispadas, ya le punzan.
La idea del cielo como una pedrada en cierne o un bólido de proporciones apocalípticas, capaz de colmar la atmósfera, explica el tono agudo y urgente del trino más habitual.
La composición termina reiterando la certidumbre de que el ave, lejos de dar rienda suelta a un sentimiento de exaltación, gime, e instando al lector a replantearse su relación con los sonidos de la naturaleza, a reconocer el desamparo angustioso y soslayado de las otras criaturas, animadas e inanimadas; un desamparo tan abrumador como suele ser el nuestro ante las calamidades; ese desamparo que también nosotros expresamos de maneras distintas, entre ellas, cantando o callando: la tragedia del negro norteamericano, víctima de la esclavitud, el maltrato y la discriminación, está en sus blues y su música religiosa; el silencio es el sonido de las piedras, quien logre interpretarlo las escuchará quejarse.
El tocororo, ave nacional de Cuba, más que trinar a cielo abierto repite, en voz baja y quejumbrosa, como si temiera olvidarlo, su propio nombre. La naturaleza fue injusta con él: lo vistió con los colores de la bandera del país. Por eso prefiere pasar inadvertido. Teme por su suerte.
Hasta el pichón podría piar por causa de una inquietud mayor que el hambre o el gozo recién descubierto de saberse capaz de producir un sonido y escucharse; piar por desconsuelo ante la ruptura del cascarón donde tan bien estuvo y al que, luego de desesperados intentos de devolverle su forma original, no queda más alternativa que dar por irreparable.
Los versos que siguen ofrecen algunas de las razones más verosímiles de la angustia que intuyo y que bien pudiera ser una proyección –en el sentido del término más vinculado al psicoanálisis-- de la que arraigaba en su autor cuando los escribió. Lo que se infiere en otros suele latir en uno:
El pájaro no canta,
sólo se queja.
En la rama sin árbol,
en la jaula sin rejas.
Cada hueso,
un obstáculo.
Cada pluma,
una flecha.
Todo el cuerpo,
una garra.
Todo el cielo,
una piedra.
No canta.
Sólo se queja.
sólo se queja.
En la rama sin árbol,
en la jaula sin rejas.
Cada hueso,
un obstáculo.
Cada pluma,
una flecha.
Todo el cuerpo,
una garra.
Todo el cielo,
una piedra.
No canta.
Sólo se queja.
El autor está seguro de que la manifestación pública del pájaro no es sino una expresión de pesadumbre, y la sola sospecha de que no se equivoque, desasosiega: el bosque, la campiña, el parque, el patio arbolado, el jardín, fragmentos todos o recreaciones humanas del paraíso original, no sirven de escenario a un concierto de voces felices sino a un coro de lamentaciones.
Las únicas ramas sin árbol visible son aquéllas, invisibles también, de las que penden los astros, entre ellos, la Tierra, y la única jaula sin rejas corpóreas, aquélla que todos habitamos: la realidad.
Al pájaro no le faltan razones para quejarse: todo aquello de que está hecho le es adverso o doloroso, y todo lo que le rodea constituye un peligro. Su esqueleto es un cúmulo de limitaciones, imposible avanzar o hacerlo sin sufrir tropiezos; vive para forcejear consigo mismo, como el anciano, según la definición de la vejez dada por Gesualdo Buffalino: sentir el cuerpo pasar de cómplice a enemigo.
Y es un animal cuyas plumas lejos de protegerle se le encajan; San Sebastián condenado a un suplicio mayor que la muerte lenta: la larga vida. Los proyectiles que le hieren, lejos de serle extraños, le son connaturales; emplumar fue clavárselos y, como el toro mordido por las banderillas, no hay contracción o movimiento suyos, por leves que sean, que no contribuyan a herirlo, a propiciar que las puntas de las flechas que lo cubren le escarben la carne.
La idea de un pájaro cuyo cuerpo es una garra dentro de la cual el propio pájaro apenas sobrevive, abisma, y sugiere que nada puede hacer sin clavarse las uñas que le rodean y que acaso, de tan crispadas, ya le punzan.
La idea del cielo como una pedrada en cierne o un bólido de proporciones apocalípticas, capaz de colmar la atmósfera, explica el tono agudo y urgente del trino más habitual.
La composición termina reiterando la certidumbre de que el ave, lejos de dar rienda suelta a un sentimiento de exaltación, gime, e instando al lector a replantearse su relación con los sonidos de la naturaleza, a reconocer el desamparo angustioso y soslayado de las otras criaturas, animadas e inanimadas; un desamparo tan abrumador como suele ser el nuestro ante las calamidades; ese desamparo que también nosotros expresamos de maneras distintas, entre ellas, cantando o callando: la tragedia del negro norteamericano, víctima de la esclavitud, el maltrato y la discriminación, está en sus blues y su música religiosa; el silencio es el sonido de las piedras, quien logre interpretarlo las escuchará quejarse.
El tocororo, ave nacional de Cuba, más que trinar a cielo abierto repite, en voz baja y quejumbrosa, como si temiera olvidarlo, su propio nombre. La naturaleza fue injusta con él: lo vistió con los colores de la bandera del país. Por eso prefiere pasar inadvertido. Teme por su suerte.