Dejé todo lo que amaba sobre mi cama tendida. Mi madre aún no ha cambiado la “ropa de cama”, me dice por teléfono a cada rato: una sobrecama blancamarilla, tejida en 1934 por mi abuela paterna, la matrona andaluza que nació a finales del XIX. Dejé la Vaio i7 de donación, una de las más rápidas fuera del Consejo de Estado.
Dejé la cámara Canon 7D, también llegada de manos generosas y anónimas que resultaron ser de Washington DC, donde ahora escribo esta página, en la estación de metro de Rosslyn que, por algún motivo, me resulta indistinguible del Focsa. Dejé las fotos de las muchachas que amé, algunas de ellas desnudas, ellas todas tan desvalidas (ninguna fue una mujer y, mucho menos, mi mujer). Dejé los libros insidiosamente anotados, que no pueden caer en manos de la Seguridad del Estado. En especial, el Paradiso donde conservo una novela minimal anotada al margen de Letras Cubanas y del prólogo menopaúsico de Cintio Vitier.
En el aeropuerto, los mismos asesinos que me tuvieron preso tres veces, me retuvieron más de una hora, solo en el salón, con el pasaporte secuestrado. Por la hora que ya era, pensé que habían dejado partir el avión a Miami sin mí, y salí de la terminal aérea. Se lo dije con odio a Radio Martí. En la acera, mi madre de 77 años lloraba. Pero Silvia se acercó y me dijo: “ni p..., Landy, entra y que te saquen preso de aquí”.
Y entré, saltando barreras de seguridad como orlando por su cuba. Recordé una escena creo que de Basquiat. Hasta que un negro con uniforme corrió hacia mí y sacó un bulto de su bolsillo de alante. Pensé que sería una pistola y juro por Dios que no me importó. Pero al final era sólo mi pasaporte. El castrodescendiente de verde olivo me pidió perdón y habló de “un error en la base de datos”.
La cuestión es que habían retrasado el vuelo tres horas (esos vuelos charters de compañías mayameras que son 100% de la policía de Castro). Minutos después, en el aeropuerto de Miami me sacaron de la cola por los altavoces, mi nombre era entonces un priority case (ya no, ya no cuentan conmigo los “americanos”; de hecho, ahora soy yo mismo un americano más). Hugo Chávez se acababa de morir ahora en Venezuela. Maduro lloraba en las pantallas extraplanas de medio Miami. Mi noche pronto sería a fondo con Pedro Sevcec, que me preguntó enseguida la misma pregunta que la Seguridad del Estado en La Habana: ¿qué le hiciste a la bandera cubana?
Al día siguiente estaba en Manhattan, que es cagaíta a La Habana, pero en gigantografía. Y al día siguiente ya estaba en DC. Lo único que no tolero es que todas las noches vuelvo y vuelvo a soñar la misma m... de sueño con Cuba, que no voy a contar.
*Esta colaboración forma parte de una serie en la que varios colaboradores responden la pregunta: “Y usted, ¿cómo salió de Cuba?”.
Publicado por Orlando Luis Pardo en el sitio Penúltimos días.