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La sordera poética y el destino de Cuba


Huckleberry Finn y Jim, el esclavo prófugo.
Huckleberry Finn y Jim, el esclavo prófugo.

El autor explora los poderes de un número par y el mecanismo riguroso del soneto.

Está claro que la Sonata para piano n.º 14 en do sostenido menor de Beethoven, más conocida como "Claro de luna", no hubiera gozado de la celebridad que goza de no haberle correspondido ese número que la charada china asocia con el matrimonio y el cementerio.

"Manual de intuiciones"
Ínclito Pérez

1

La bandera de Estados Unidos exhibe 13 barras horizontales, una por cada colonia original. De tener 14, tantas como versos suma el soneto, el estrés que padece la nación –tan propensa al consumo de tranquilizantes– sería menor y su voto indiscriminado a favor del futuro no redundaría en perjuicio de tanto pasado notable. Una colonia más y tanta carrera hubiera sido paseo.

Prívese al soneto de su verso final y se advertirá la mezcla de ansiedad y ofuscamiento que produce en el lector. Nada más similar a estos males que los que sufre el pueblo norteamericano por culpa de la decimocuarta barra ausente. Turba lo impar.

El rectángulo azul que ocupa la parte superior izquierda de la bandera tampoco favorece el sistema nervioso del país: Al robar espacio a las barras superiores implanta una discrepancia con las siguientes. Ni persianas ni sonetos admiten la asimetría: Tablillas y versos se esmeran en respetar una misma extensión, mensurable en pulgadas o sílabas.

El rectángulo estrellado debió servir de telón de fondo a la totalidad del paño, como el cielo detrás de las tablillas de una persiana sirve de telón de fondo al vano donde ésta cuelga. No se poda el penacho de la palma para que la bóveda celeste quepa en un encuadre fotográfico: Se le indica a la palma que entreabra el limbo foliar para que los astros puedan ver y dejarse ver entre penca y penca.

La ansiedad que padece el pueblo norteamericano disminuiría si su bandera añadiera una barra a su diseño oficial y desplazara a un segundo plano al intruso rectángulo estelar, permitiendo a las barras superiores gozar de una holgura idéntica a la de sus pares inmediatos.

Quien escriba sonetos barajando metros dispares por rebeldía o sordera advertirá hasta qué punto el resultado puede ser catastrófico. Esos sonetos figuran en la poesía cubana desde mediados del siglo XX y no sólo pueden haber presagiado –reprimo la tentación de utilizar el verbo desencadenar, tan comprometedor– el destino estrafalario que sufre el país, sino continuar frustrando toda posibilidad de enmienda.

2

La mejor balsa consta de catorce maderos de extensiones similares pero de superficies lo suficientemente rugosas para que, al unirse esos maderos, no falte una hendija por donde el cielo mire al agua que corre al revés de la embarcación, y el agua mire al cielo que se extasía sobre ella.

Un soneto es una balsa arrojada a la corriente del tiempo. Sólo los más respetuosos de ese diálogo entre lo inmediato que huye y la inmensidad estática alcanzarán, invictos, la desembocadura a la eternidad.

Huckleberry Finn y Jim, el esclavo prófugo, se estrellan contra un barco de vapor porque las tablas de su balsa, demasiado ceñidas, sabotean el diálogo entre el cielo y el agua. No se ajuste el soneto al punto de que las realidades que enfrenta queden incomunicadas. Una no puede sobrevivir sin la otra.

3

Hacer pilas de catorce libros o de igual cantidad de discos compactos e ir y venir entre ellas facilita la escritura del soneto. El número es clave; la excelencia de los autores y, en el caso de la música, de los intérpretes, también.

No se mezclen estilos. Un grupo de grabaciones donde se confundan lo barroco y lo clásico, lo romántico y lo moderno, imposibilitará que el texto asuma una sola voz y conserve el tono.

Si se aspira a que el soneto sea religioso, recúrrase a los poetas místicos españoles: Obran milagros. De preferir la música, nada como un oratorio: Bach, Handel, Haydn.

o es indispensable leer o escuchar las obras: La magnificencia apabulla. Sólo permitirles obrar en silencio, de catorce en catorce, sobre uno. El contagio.

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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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