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Las columnas (II)


El autor advierte que su afición a la columna periodística puede tener raíces vegetales.

Que las páginas de los periódicos se dividan en “columnas” plantea la posibilidad de que existan periodistas que hayan abrazado su profesión atraídos por el encanto que esa sola palabra ejerce sobre ellos, aunque todo se haya cocinado en las bodegas más oscuras de su subconsciente y ellos aseguren escribir obedeciendo inclinaciones más altruistas. Al fin y al cabo hay columnas insignificantes. Para confirmarlo basta advertir la indiferencia con la que el actual gobierno cubano ha visto derrumbarse muchas de las que sostienen La Habana y la tenacidad con la que demuele las que aún sostienen a la nación.

Hay palabras con un potencial exacto al del punto de apoyo que solicitara Arquímedes para mover el mundo, y “columna” es una de ellas: irradia grandeza. No hay que levantarla, sólo escribirla (al menos, en el ámbito periodístico). Decir que se tiene una columna, aludiendo al espacio que ésta ocupa en alguna publicación, sitúa al autor ávido de gloria en el linaje de los grandes arquitectos de la antigüedad o, al menos, le ofrece esa ilusión. Quien muchas columnas ha escrito puede voltear la cabeza y llegar a distinguir en lontananza la sombra de la Acrópolis proyectada dentro de su escritura, y la de Fidias, dentro de sí mismo.

Figurar en la nómina de los aludidos y dejar a mi paso una columnata similar a la de ellos no figura entre mis aspiraciones (la sola sospecha de que así fuera me impelería a hacerme de un pico y entregarme a una meticulosa tarea de demolición), pero no cabe duda de que estoy destinado a las columnas, al menos por ahora, y de que mi buen amigo Juan Malpartida no se equivoca al suponerme con más vocación de albañil que de periodista. Mi inveterada afición a las formas clásicas de la poesía y mi fobia a lo informe --nunca debe serlo la prosa, aunque simule explayarse en moldes más dilatados que el de la columna arquitectónica o el verso-- pudieran estar en el origen de esa vocación, pero algo me indica que ésta tiene raíces en otra parte, y que la misma palabra raíces no es en este caso metáfora.

De haber nacido en La Habana, la multitud de columnas que he ido redactando estaría justificada: escribirlas sería una manera de repatriarme o de reconstruir la ciudad, hoy en ruinas, donde Alejo Carpentier vio a otro tipo de columna abandonar los patios y las habitaciones de algunos palacetes y arrojarse a la calle a hacer bosque o guardarraya. “En la Calzada de Jesús del Monte”, llena de luz y de polvo, Eliseo Diego se imagina portón y ve, no oye, “el ruido suave de las sombras / alrededor de las columnas distraídas en su calma”. Tanta columna hay en la ciudad que José Lezama Lima conjura el fantasma de Raimundo Valenzuela, lo sitúa al frente de su orquesta y advierte que lo que el músico indica “está escrito en una columna que suena”.

No haber nacido en La Habana sino en un pueblo situado en el otro extremo de la isla, cuya única monumentalidad reside en la visión, desde sus pobres techos y azoteas, de las montañas azules de la Sierra Maestra, anula toda probabilidad de que mi interés en este género de escritura tenga raíces urbanas, pero genera una explicación nada peregrina de ese interés: la abundancia de palmas reales que hubo en mi infancia. El nombre mismo del pueblo alude a ellas, Palma Soriano, contracción de la frase que los primeros vecinos de la región utilizaron para identificar el lugar y en la que el apellido de uno de ellos revelaba alguna autoridad sobre el árbol: la palma de Soriano. Se diría que ambos constituían un matrimonio a mediados del siglo XVIII.

Nunca estuve más cerca del Paraíso terrenal –del prenatal y del celestial tengo pocas noticias-- que en los alrededores de ese pueblo donde las palmas reales eran legión. Debajo de ellas jugué de día y tuve de miedo de noche. Me siguieron adondequiera que fui, sin discriminar entre carreteras pavimentadas y senderos angostos, solares y parques, quintas y bohíos: todo lo amplificaban con su magnificencia. Mi relación con las columnas escritas nació allí: en la etimología de la palabra “columnas” debe de estar, oculta, la palabra “palmar”. Pienso en ellas y más que un montón de tiras de papel impreso o de espacios digitales dispuestos a todo lo alto de una pantalla, veo un ejército de troncos torneados y grises rematados en penachos.

Del parentesco de la columna periodística o arquitectónica con la palma real –ésta no puede haber sido sino calco de aquéllas: antes de que los continentes se separaran Cuba estuvo en el Mediterráneo— da fe la poesía, en verso y en prosa, de la isla. Mientras Gastón Baquero admiraba cómo la palma impedía, humildemente, la caída del cielo, Tristán de Jesús Medina, en pleno siglo XIX, anotaba:

Aquellas columnatas de palmeras, altísimas, todas iguales, tan simétricas, tan repetidas, dibujándose sobre todos los horizontes, sobre todos los fondos del cielo, de agua y de verdura, subiendo a todas las cumbres, llenando todos los valles, sombreando todas las orillas, dejando saborear, con la dulce melancolía que inspiran los templos y los alcázares arruinados, la posibilidad y el efecto de una arquitectura ciclópea, con naves y salas y corredores de veinte y treinta leguas, con mil cúpulas mil veces más altas, más amplias y más atrevidas que la que sube perennemente del Vaticano, con salones de baños, en donde se hermanan el arroyo, el río y el torrente, con altares inmensos, ante los cuales puede agruparse la humanidad entera como una sola familia…

La poesía cubana cuenta con un número de palmas reales exacto al número con el que cuenta la isla, quizás mayor, porque ni el paisaje ha salido ileso de la devastación en curso; la poesía, sí, al menos la que uno tiene por tal. Sólo trasplantando las palmas que crecen en ésta a los lugares que ocuparon las otras podrá devolverse al paisaje su antiguo esplendor.

De no haberse llamado “columnas” las partes en que se divide un impreso, ni conservar ese nombre sus homólogas digitales, es probable que nunca me hubiera sentido tentado a probar suerte con ellas. Mi amigo Juan, de cuya perspicacia tengo pruebas sobradas, vislumbra en mi empeño un testimonio más de amor a la forma: no se equivoca, sólo que la forma en este caso es de naturaleza vegetal, y su proliferación, el “arpa de troncos vivos” cuyas cuerdas vio cimbrear, durante su visita a Cuba, Federico García Lorca.

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