Los muertos sobreviven en sus cosas. Un zapato viejo, abandonado a su suerte, conserva la forma del pie de su dueño y, quizás, el calor, aunque languidezca en mitad de la calle o entre los hierbajos de un solar baldío. La copa del sombrero del difunto alberga sus pensamientos, los cuales, en reciprocidad, le sirven a aquélla de horma. La viuda retiene la última camisa que vistió su marido y rehúsa lavarla porque el olor que ésta exhala lo devuelve a sus brazos. El viudo se acurruca en el declive que el cuerpo de su mujer dejó impreso en el lecho y se siente más compenetrado con ella que nunca: uno sólo, ambos, por primera vez.
No hay guantes vacíos: la frialdad de la muerte los torna imprescindibles. Aun las almas de aquéllos que jamás los usaron, los usan. Regalar la ropa interior de una persona fallecida induce a la promiscuidad; regalar la exterior, a los malentendidos. La ropa impone modales que desplazan a los de quienes la heredan: la blusa de una coqueta vuelve coqueta a quien no lo es; el peso de una corbata agobia a quien presumía de andar derecho.
La muerte de Carlos Ripoll frustra un anhelo mío que él ignoró hasta fecha reciente y que, en medio de la desazón que le embargaba, le animó a sonreír; un anhelo nacido durante una remota visita a su hogar cuando rumbo a su biblioteca, donde se proponía mostrarme libros y papeles destinados a satisfacer mi curiosidad de joven lector, descubrí un par de espejuelos solitarios dentro una pequeña vitrina de cristal; un par de espejuelos antiguos, de lentes redondos y armadura metálica.
La vitrina colgaba de una pared, a la altura de un cuadro, y hubiera pasado inadvertida si su contenido hubiera sido otro. Imposible cruzarse con ella y no saberse mirado. Imposible dejarla atrás y no sentir que esa mirada se extendía adondequiera que uno iba. Imposible olvidar esa mirada aunque mi anfitrión, espléndido, pusiera a mi alcance todo género de reliquias impresas y manuscritas: clavada en mi nuca, parecía empeñarse en descifrar, por sí misma, quién era yo, qué intereses me movían, qué me facultaba para ser digno de acceder a aquellas habitaciones.
Nada recuerdo de las maravillas que vi aquel día; nada, tampoco, de lo que Carlos me dijo de ellas. Todo se me fue en planear qué podía hacer para, de vuelta sobre mis pasos, detenerme delante de los espejuelos y atisbar en ellos sin que él lo notara. Me cedió la delantera y yo, zorro, me apresuré a cedérsela a él. Me dio la espalda y se dirigió a la sala mientras yo, lento, le seguía, decidido a hacer una escala ante la vitrina por mucho que me retrasara. No tuvo que voltearse: justo cuando los espejuelos quedaron a mi altura y me disponía a escrutarlos musitó: “Eran de Máximo Gómez”.
La vitrina acusó, de pronto, rasgos de cabeza, y la cabeza, además de facciones, calva, mostacho y perilla familiares. No di un paso más. Sobrecogido, contemplé aquellos lentes como si detrás de ellos las pupilas de quien fuera su dueño me escrutaran, y ahí permanecí, con las mías fijas en ellas, entre soldado raso y civil obsequioso, deshaciéndome en preguntas relacionadas con los avatares que podía haber sufrido aquel objeto en su azaroso traslado del entrecejo del Mayor General de las Guerras de Independencia de Cuba, fallecido en 1905, hasta el interior de un minúsculo escaparate de vidrio en Coral Gables.
El temor a parecer insensato me privó de revelarle a Carlos, hasta hace sólo unos meses, durante una conversación telefónica, la ilusión que acaricié aquel día y que continué acariciando hasta el pasado domingo 2 de octubre, fecha de su muerte: la ilusión de probarme aquellos espejuelos. No se le antojó tan desatinada como yo había temido, al contrario, le intrigó y le divirtió, y entonces supe que de haber sido más franco cuando la juventud soplaba a mi favor y las circunstancias no eran las que ahora le arrumbaban sigilosamente al suicidio, las puertas de su casa habrían estado abiertas para que yo regresara y satisficiera mi deseo.
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El propósito no podía ser más obvio: ver si veía lo que el General vio. Di por un hecho que, al calarme sus lentes, el paisaje cubano aparecería ante mis ojos como se había aparecido a los suyos, convertido, a veces, en un espacio paradisíaco; otras, en un campo de batalla, y que entre ese verdor festoneado de humo sería testigo de las hazañas que le ganaron la admiración de sus contemporáneos. Di por sentado que una vez inserto en ese paisaje, ya Gómez, vería a Céspedes calzarse las pantuflas de majagua que le acompañaron hasta su muerte; a Maceo desmontar del caballo, venir a mi encuentro y extenderme la mano; al viejo Eduá cargar a mi hija Clemencia en medio de una balacera, y a Martí redactar el Manifiesto de Montecristi, o empuñar el remo una noche rumbo a Cuba; o a mi alrededor, en pleno monte, echado en su hamaca, oyendo los ruidos de la selva y mirando el cielo estrellado; o delante de mi tropa, pronunciando un discurso; o durante aquella discusión con Maceo de la que prefiero no hablar; o detrás de mí, cuando le ordené que permaneciera al margen de esa escaramuza infausta donde, por desobedecerme, perdió la vida.
Muerto Carlos Ripoll, la oportunidad de ver todo lo que los espejuelos de Máximo Gómez vieron me está vedada. Me pregunto adónde irán a parar los de Carlos. Una forma inmediata de saber todo lo que él supo, de leer todo lo que él leyó, sería asomarse a ellos. Si alguna vez se probó los otros y vio lo que yo esperé ver, quien se pruebe los suyos también lo verá: son su disco duro. Las instituciones que acojan su biblioteca y su papelería deberían reclamarlos. Esos espejuelos valen por ambas.
* Foto superior: Máximo Gómez, con su mujer y sus hijos, en 1905