En Cuba nunca terminaremos de dar testimonio. Y para cuando consigamos dar el testimonio que debe ser dado, entonces ya no seremos capaces ni de leerlo. Por su extensión y por su intensidad. Porque no existe el olvido y es mejor no darse cuenta de lo que nos pasó. Es decir, porque merecemos vivir de nuevo sin haber vivido lo que se vivió.
Parece un trabalenguas, pero no. Es un traba-almas.
La Revolución cubana comenzó así: cautivando personas, en el mejor sentido de la palabra (hacerlas cautivas). Tanto en la guerrilla guajira de la Sierra Maestra como en la lucha terrorista de la clandestinidad urbana, los revolucionarios tomaban cautivos. En ocasiones, para impactar en la opinión pública. En ocasiones, como rehenes de un boicot. En ocasiones, para ejecutarlos. (El primer secuestro mundial de un avión fue idea de Fidel Castro y concluyó en holocausto).
Cautivar y hacer cautiva a la gente es más que comprensible, por supuesto. De lo contrario, los revolucionarios no tendrían contenido de guerra, así en la montaña como en el llano. Toda revolución es eso: una violencia contra la vagancia del otro. El totalitarismo es eminentemente una reacción contra el tedio terrible de la libertad. Nadie merece ser forzado a dejar de ser un esclavo.
Cautivas las personas, la revolución fue entonces a por sus familias. Familias divididas de por vida. Venganzas interfamiliares por resolución ministerial. Padres presos, hijos en el paredón, delaciones domésticas, madres implorando misericordia mientras eran burladas por la mentira oficial o por una broma macabra del Che Guevara en la Fortaleza de la Cabaña.
Nunca más los cubanos fuimos familia después de la revolución. Y esto es algo que histórica y antropológicamente habrá que agradecerle a la tiranía de 55 años: nos hizo radicalmente libres. Ahora estamos solos frente a la muerte y ante la carencia o la plenitud de dios. Despertamos de nuestra bobería de pueblo provinciano gracias a la barbarie despótica de Castro y su voluntad tanática, que comenzó alrededor de 1948, una década antes de que el castrismo en entronizara como revolución.
Cautivas las familias, fueron entonces a por los pueblos. Incontables bohíos y bateyes, aldeas y pueblecitos, ciudades contrarrevolucionarias en ciernes, más un extremista etcétera: las tropas de choque del fascismo en clave de fidelismo arrasaron con poblaciones enteras de Cuba y se las llevaron hasta las provincias más distantes. En ocasiones, los convoyes se cruzaban en la carretera: camiones, rastras, caravanas de caminantes a punta de bayoneta. Niños, mujeres y ancianos, la mayoría. Los hombres adultos estaban muertos o enclaustrados con condenas coincidentemente de 30 años. Nuestra isla tiene muchas Lídices y Guernicas, ciudades calcinadas por el odio ideológico, pero sin el prestigio de los gurús de ese invento de izquierda que es la academia y el mercado mundial.
Cautivos los pueblos, no nos quedó ya país. Lo cual también es una enseñanza agradecible. De pronto somos una diáspora sin patria prometible. Reciclamos la retórica del regreso, pero esos ataquitos de Ítaca son solo la resaca de alguna mala noche donde la memoria nos mata. Porque lo cierto es que ningún cubano libre va a volver al territorio de lo tétrico. Nuestra geografía es ante todo, grosería. No tenemos contemporáneos. El legado lindo del castrismo será ese: que nunca nos cautive de nuevo otro cubano.
Cubansummatum est.
Esta columna del escritor Orlando Luis Pardo Lazo fue publicada originalmente en El Nacional.