Una invitación a colaborar en una antología de prosas dedicadas al soneto me recordó cuán lejos he estado y estoy de toda forma poética concebida como objetivo y no como medio para que el lenguaje se solace y esas formas, más que dar origen a un texto apolíneo, sirvan de receptáculos a la mayor libertad posible, de modo que las supuestas restricciones del metro y la rima contribuyan a generar una suerte de implosión, y el poema oscile entre el equilibro y el desequilibrio, lo racional y lo irracional, entendidos todos como las sustancias vertidas en un tubo de ensayo donde se promueve una reacción sintomática de otra forma de vida. Decliné la invitación.
Meses después, las persianas que cuelgan de la mayoría de las ventanas de mi casa comenzaron a antojárseme sonetos: cada tablilla horizontal, un verso; cada espacio entre ellas, una entrelínea, y esa percepción comenzó a desdoblárseme en un puñado de anotaciones que conservo inéditas. El hallazgo coincidió con un proyecto radiofónico que, en principio, nada tenía que ver con él: el repaso público de un cuadernillo editado por Eugenio Florit en 1988.
La edición consta de cuatro sonetos dedicados a las horas y escritos a lo largo de casi un siglo. El autor del primero fue Julián del Casal (1863-1893); los autores de los sucesivos, Lola Rodríguez de Tió (1843-1924), Alfredo Zayas (1861-1934) y el propio Eugenio Florit (1903-1999). Todos se inician con una exclamación donde se fija el rasgo más característico de las horas según cada autor y se las compara con algo: “¡Qué tristes son las horas! Cual rebaño / de ovejas…” dice Casal. De alegres, iguales y lentas las calificarían los otros en versos que obviamente no pretendían ser sino obra de ocasión, testigos o testimonios --en la acepción más deportiva del término-- de una larga y fraternal carrera de relevos. Testigo o testimonio es el objeto que intercambian los participantes en estas competiciones para dar fe de que el reemplazo ha tenido lugar.
Tentado a prolongar el juego, de manera que éste abarcara tres siglos, solicité la complicidad de dos amigos poetas, Félix Cruz Álvarez (1937) y Manuel J. Santayana (1953), para obtener dos retratos actuales de las horas. Tercas, las llamó el primero; extrañas, el segundo.
La lectura comentada de los poemas en la radio se extendió a lo largo de una semana y tuvo una culminación: la convocatoria a la audiencia a llamar por teléfono a la emisora y describir, entre composiciones musicales que versan sobre la naturaleza y los efectos del tiempo, su propia percepción de las horas.
De manera tan inesperada como los apuntes dictados por las persianas iban a ir dictándoseme algunos sonetos. Ninguno, debo señalar, se escucharía en la radio, aunque muchos se escribieran con una mano al volante del todo terreno que diariamente me llevaba a ella. Todos, sin embargo, incluían dos palabras: persianas y horas.
Qué bellas son las horas, cual bandadas
Qué bellas son las horas, cual bandadas
de pájaros que emergen del espejo
y desfruncen el bíblico entrecejo
de las nubes, adustas por sagradas,
vuelan entre los hombres como hadas,
sirven a los instantes de cortejo,
posan para que el vino más añejo
sepa a futuro, ría a carcajadas.
A las horas que faltan a mi vida
yo les digo mi sed, mi empedernida
sed de polvo, de cántaro vacío.
Y las veo llegar tras las persianas
entreabiertas de todas las mañanas
con el ser empapado de rocío.
Qué torpes son las horas, cual ovejas
Qué torpes son las horas, cual ovejas
que ansían más que el prado el matadero,
huyen de la mañana al vertedero
de la noche, de pronto casi viejas.
Uno las ve caer como lentejas
de las vainas del año despensero
a las cazuelas donde el mundo entero
se despacha en raciones disparejas.
Qué torpes son. A veces me dan ganas
de gritar a través de las persianas
que entreabren mi vida ¡tantas cosas!,
que decido cerrarlas de un porrazo
y no oír a las horas, paso a paso,
suicidándose dentro de las rosas.