Una temprana afición al dibujo me reveló que el trazado de dos pequeñas líneas, ligeramente arqueadas y unidas por uno de sus extremos, insinuaba la silueta de un ave suspendida en el espacio, y que la colocación de ese trazado en cualquier punto de una hoja de papel en blanco le otorgaba a la hoja jerarquía de cielo.
Si situaba el trazado en la parte inferior del papel, el ave tenía todo el firmamento por encima y éste se agrandaba de tal forma que acababa induciéndome a sentir piedad por ella: sólo yo era responsable de que se viera forzada a volar tanto antes de alcanzar su destino.
Si, por el contrario, situaba el trazado a pocos centímetros del borde superior de la hoja, la temeridad del ave acababa produciéndome vértigo: era un abuso exigirle tamaña elevación. Además, ¿qué sería de ella de alcanzar ese límite? ¿Se atrevería a rebasarlo, volar más allá de él, abandonar su hábitat de papel e irrumpir en la habitación desde la cual un niño con pretensiones de dibujante la contemplaba? ¿0 acaso preferiría volar página adentro, en dirección contraria a mí, hasta convertirse en una pizca de grafito distante y, a salvo ya de mis devaneos, desaparecer?
No tardaría en percatarme de que podía influir en sus estados de ánimo: si ambas líneas eran casi rectas, el vuelo era apacible, apenas un deslizamiento bajo la bóveda celeste. De acentuar demasiado la curvatura de un ala, o las de ambas, el animal se alarmaba o enfurecía, al extremo de llevarme a temer que, lejos de perderse en la profundidad de la hoja, volara en dirección opuesta, hacia mí, decidido a atacarme.
Una tarde, luego de soltar una de estas aves dentro de una hoja de papel nueva y de contemplarla permanecer poco menos que estática en la inmensidad de su entorno, sentí su soledad, la soledad que debió de sentir Dios al contemplar a Adán deambular solo por su huerto como Él mismo había deambulado por el caos, solo en su magnificencia; la soledad que redundaría en la creación de Eva. Y comencé a dibujar otras aves en torno a aquélla, otros pares de líneas arqueadas de proporciones semejantes a las suyas.
El grupo comenzó a organizarse y trazar círculos cada vez más rápidos en torno a un eje invisible. Vi a sus integrantes girar como briznas de paja en un remolino de polvo y temí lo peor: haber dado vida, sin proponérmelo, a una bandada de buitres. Tonto, me dije, no has dibujado cadáver. Escudriña el resto de la hoja y olfatéala: no encontrarás carroña. Sacia el vacío. Dibuja unas aves más. Una corazonada me detuvo: a quien sobrevolaban podría ser a su autor. Rompí la hoja de papel, arrojé sus pedazos al cesto y, sin alzar la vista, sordo a los graznidos que estallaban a mi espalda, abandoné la habitación.