¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?, pregunta Francisco de Quevedo (1580-1645) al inicio de uno de sus sonetos, y uno le responde, pero quién sabe si le escucha, quién sabe si uno esta vivo. La pregunta de Quevedo reverbera en la caja de resonancia de los siglos como si el poeta, angustiado, aguardara contestación. Se le sabe miope, no sordo.
Fijar la atención en ese verso y pasar al siguiente es sentir el vértigo del cosmonauta que, presto a abandonar la nave suspendida, alza un pie y lo deposita en el vacío. Hay entrelíneas como acantilados, y el que se abre entre ese primer verso y el próximo no tiene fondo; es un respiradero capaz de tirar de la piel del rostro de quien se asoma a él y precipitarle la vejez.
Quevedo clama detrás de nosotros pero no hacia nosotros sino hacia lo que quedó a sus espaldas, hacia todo lo que ha visto desaparecer, y aunque el lector no sea contemporáneo suyo, el eco de ese clamor le alcanza como si rebotara en el fondo de una realidad común y luego, arrumbando en dirección contraria, sobrepasando a ambos --al poeta y al lector actual-- se internara en ese ámbito borroso del fin de los tiempos.
¡Aquí de los antaños que he vivido!, insiste el poeta, es decir, hágase presente mi pasado, y el silencio y la sensación de orfandad que prevalecen son más atroces aun. No se trata de que el pretérito insensible --o demasiado distante ya— rehúse o no alcance a escucharlo: se trata de que no existe. Nadie responde porque no hay nadie; nada comparece porque nada hay. Él es sus sobras, las sobras de sí mismo.
No descarto la posibilidad de que Quevedo no esté situado detrás de nosotros ni dándonos la espalda sino delante, dándonos la cara, y que, aunque demasiado lejos aún para que podamos distinguirlo, clame hacia acá y su clamor pueda ser el del último hombre que habite la Tierra, y nosotros, el no ser a quien desolado convoca.
Los versos finales del poema son pura cinematografía:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
El tiempo, más que transcurrir, vuela; las frases, como fotogramas, pugnan por sucederse, son las edades del autor, y vemos la vida de éste transcurrir en un abrir y cerrar de ojos hasta no ser más que eso: un fajo de muertos que se superponen en la precariedad de un vivo que está a punto siempre de ser uno de ellos, que nunca tarda en serlo.
No somos más que él.