Por CARLOS VICTORIA
Al llegar a Miami en 1980, una de las frases que escuché con más frecuencia, y que incluso leí en [El Nuevo Herald], fue que nosotros, los marielitos, éramos “una clase distinta de cubanos”. La afirmación, en boca de nuestros compatriotas que llevaban más años acá, mezclaba el asombro y el rechazo. Es curioso que en los últimos años esa misma frase, con mínimas variantes, se repita al juzgar a los balseros y en general a casi todos los cubanos que llegan de la isla.
¿Fuimos en realidad los que vinimos a través del éxodo del Mariel los primeros en ser en el exilio “una clase distinta de cubanos”? Veinte años más tarde puedo decir sin vergüenza, aunque tampoco con orgullo: Sí. Éramos una clase distinta. Fuimos la primera muestra de lo que ha conseguido hacer con los cubanos un régimen totalitario.
Decía Ortega y Gasset que uno es uno y su circunstancia. Yo añadiría que si esa circunstancia se vuelve larga y abrumadora, uno es más circunstancia que otra cosa.
Tal vez lo más evidente de esta nueva clase de cubanos, de los que nosotros fuimos el primer ejemplo, fue la falta de ideales. Vivíamos en un mundo donde continuamente se citaba a Martí y a los patriotas, donde los que habían luchado por la causa revolucionaria adquirían la categoría de santos; donde se repetían a toda hora y a toda voz las palabras patria, sacrificio, mártires, solidaridad e incluso libertad. El sistema comunista cubano se apoderó de todos esos conceptos y para nosotros, los que tuvimos que vivir allí durante muchos años, los vació de significado. Los convirtió, para utilizar una expresión muy cubana, en “muela”.
Es decir, que mató en nosotros y en los que vinieron después todo ideal, toda fe en una noción abstracta, todo interés por cualquier proyecto colectivo, y sembró un feroz individualismo. Y esta labor no deseada por ellos sí dio fruto: dura hasta el día de hoy. Esta es una de las razones por las que en Cuba siguen gobernando un mismo hombre y una misma claque después de tantos años y tantos cataclismos. Vacunaron a un pueblo contra la heroicidad, que es a la larga lo único que puede cambiar drásticamente la historia de un país.
Los llamados exiliados históricos, que tuvieron una experiencia totalmente ajena a la nuestra, jamás han podido comprendernos del todo. Ni a nosotros ni a los que vinieron después. Es lógico: ellos son ellos y su circunstancia. Entre otras diferencias, el país que ellos dejaron atrás no era el mismo que nosotros dejamos.
Antes de continuar, debo decir que en estas reflexiones hablo de mayorías, y paso por alto las excepciones, que siempre son numerosas. Jamás podría generalizar, porque toda generalización es errónea. Además, las excepciones confirman la regla. Pero a veinte años del Mariel, creo que ya tenemos la suficiente madurez, o al menos eso espero, para mirarnos un momento de cerca y preguntarnos quiénes somos, qué nos une y qué nos diferencia. Sin condenarnos ni despreciarnos mutuamente. Sin retóricas agrias que tanto daño nos han hecho a todos.
Otra asunto clave es la idea de que los marielitos fuimos en parte los primeros “inmigrantes económicos”, expresión que se utiliza despectivamente tanto por el régimen de Cuba como por el exilio, como si la gente que busca comer, vestirse con decencia y aspirar a una vida mejor fuera una clase inferior que no merece ser tenida en cuenta. Debe recordarse en primer lugar que uno de los motores de la revolución que triunfó en 1959 fue precisamente la promesa de que los pobres iban a comer y a vestirse como los que eran más afortunados, y que sus aspiraciones a una vida mejor se iban a hacer realidad.
Pero el concepto de que lo “económico” es despreciable está tan arraigado entre nosotros, que el pasaporte para quedar bien, para ser aceptado como buen cubano, tanto aquí como allá, es hablar de libertad y de ideales, mencionar las mismas palabras grandilocuentes, y así continuar con las máscaras. Creo que la libertad, si significa algo, es sobre todas las cosas vivir como uno quiere, ser quien uno es, luchar para desarrollar el potencial que uno tiene, realizar los deseos dentro de los límites razonables de cada uno. Y esto incluye, por qué ocultarlo como si fuera un crimen, la mejoría económica. La política y la economía están estrechamente vinculadas, son hasta cierto punto dos caras de una misma moneda.
Si no se entiende hasta qué punto el individualismo ha permeado la vida de todos los cubanos en la isla a lo largo de estas cuatro décadas, y no se acepta como un hecho que puede ser triste pero irreversible hasta este momento (el futuro es totalmente incierto), seguiremos viviendo de espejismos y de absurdas polémicas. También en este sentido los que vinimos por el Mariel pusimos al descubierto esa amarga verdad.
Por individualismo muchos que apoyaban al régimen, o al menos acataban todas las instrucciones sin chistar, cambiaron de opinión un buen día y hoy denuncian con fiereza, en Miami o en cualquier otro sitio, el mismo sistema que ellos de alguna forma sostuvieron. Yo, que en Cuba fui un perseguido político, no puedo condenarlos: al contrario, les doy la bienvenida. Los entiendo. Como entiendo también a los que aún, por individualismo, fingen en Cuba la sumisión e incluso el entusiasmo para obtener privilegios o simplemente vegetar en paz. Ellos son parte de este mismo fenómeno, que resulta tan duro de entender y aceptar.
Sin embargo, el individualismo, aparte de crear muy desgraciadamente un estado de inmovilidad en Cuba, un oportunismo vulgar y una voracidad por el dinero y los bienes materiales, tiene también lados menos oscuros: ha afianzado en muchos casos los lazos familiares, menospreciados por el régimen en aras de la política, y ha despertado algo que hasta hace unos años resultaba inconcebible: una búsqueda en la religión para dar sentido a una vida frustrada.
En el exilio, el individualismo ha sido el impulsor de una prosperidad que nadie niega, ni los comunistas. Y por último, es capaz de conmoverse por causas que sean realmente humanas, que tengan rostro, nombre y apellido, como fueron los casos de las víctimas del remolcador y del derribo de las avionetas, y ahora [mayo del 2000] el de Elián González.
Tal vez el único aporte importante que hemos hecho los marielitos a la historia actual de Cuba es demostrar que nuestro pueblo no está compuesto de héroes, ni tampoco en su totalidad de lo que Lorenzo García Vega llama muy gráficamente bombines de mármol; sino que somos, por encima de todo, individuos con ganas de vivir, con cosas buenas y malas, semejantes al resto. Personas. Gente. Seres humanos.
Este artículo fue hecho en mayo del 2000 por el escritor cubano Carlos Victoria (Camagüey, 1950-Miami, 2007; llegado a EEUU en el éxodo del Mariel) para el diario El Nuevo Herald, donde trabajaba entonces como editor de mesa, al cumplirse el vigésimo aniversario del Mariel, y publicado en ese periódico en la edición del 7 de mayo del 2000. Radio Televisión Martí agradece a los editores de El Nuevo Herald la autorización para reproducirlo.