El secuestro de la persona de José Martí por parte de sus devotos más ceñudos, ésos que sólo lo conciben reflexionando sobre temas trascendentales, moralizando y absorto en el presente aciago y el destino de Cuba, ha privado al cubano promedio de tener acceso a una dimensión del poeta, pensador y revolucionario que lejos de rebajarlo se lo haría más amable y, por consecuencia, más merecedor de simpatía.
La admiración, a secas, distancia, y a fuerza de compeler a admirar a Martí, de confinarlo a su efigie más adusta, se le ha convertido en alguien antipático a quien la mayoría de sus compatriotas, aun reconociendo sus méritos, no se atrevería a dirigirle la palabra para iniciar una conversación desenvuelta y, mucho menos, gestionar una amistad. El hombre que antepuso el sentimiento fraterno al amor de la mujer no encontraría en su pueblo a muchos dispuestos a mitigar espontáneamente su necesidad de afecto. Y no porque éstos no desearan mitigarla sino porque el temor a no estar a la altura de las expectativas de su interlocutor y su catálogo de máximas los amedrentaría.
No porfío en un Martí diferente porque me complazca contradecir a quienes han fatigado y fatigan al convencional --aunque a veces me harten-- ni porque ignore lo mucho de valor que también hay en éste, sino porque intuyo que sólo situándome a la mayor distancia posible de ellos puedo revelar a quienes nada más quieren saber de Martí cuán equivocados están, cuánto deleite pudieran obtener de su obra, cuántas sorpresas ésta sería capaz de proporcionarles si, lejos de continuar rumiando las ideas y los textos de rutina, se expusieran a otros.
Entre la visita de Santa Claus y el Día de Reyes todo es juguete: en comercios y hogares, en plena calle y en la expectación de los niños, y Martí, aun abrumado por preocupaciones irreconciliables con el esparcimiento, no era insensible al encanto de estos objetos: Halla poesía, y la hay, en una casa de juguete, anota en uno de sus cuadernos, seguro de que la belleza y el misterio pueden habitar estas casas. Una muñeca negra protagoniza un cuento de “La Edad de Oro”; otra sin brazos, es decir, inerme, a punto de ser sepultada en la arena de una playa neoyorquina, le inspira piedad en “Los zapaticos de rosa”.
La Navidad norteamericana es una juguetería, y Martí, que sigue los pasos de los padres que aprovechan la caída de la tarde para ir en busca de los juguetes con los que sueñan sus hijos, no sólo sabe cuáles de esos juguetes están al alcance de las diversas clases sociales sino la procedencia de cada uno de ellos: los hay franceses, alemanes y estos juguetes de Estados Unidos, graves y útiles como el pueblo que los creó (…) La bomba de incendios; la imprenta en miniatura; la locomotora de vapor, con vapor de veras; la máquina de aserrar; el molino de trigo; la draga de petróleo; el taller del herrero, con toda su maquinaria, perforando, silbando, torneando, cepillando el hierro: ésos son los juguetes.
Es la Navidad de 1887, y Martí no pasa por alto que esos objetos infantiles reflejan las actitudes de la sociedad que los fabrica, las transformaciones que tienen lugar en ella, sobre todo aquéllas que atañen a la conciencia: ¡Las alcancías mismas, de hierro todas, no son ya figuras de negros hambrientos que se tragan el centavo entornando de gusto los ojos, ni irlandeses de corbata verde que apuran la moneda en el vaso que se llevan a la boca con gesto regalado: este año las alcancías nuevas son un águila que pone el centavo de su pico en el nido en que tienden el cuello sus hijuelos!
Racismo y xenofobia menguan, aunque sólo lo reflejen los juguetes. La patética figura del hombre negro que saboreaba, como si de un bocadillo de lujo se tratase, la migaja de dinero que le echaban a la boca, y la figura del irlandés bebedor y payaso eran sustituidas por la de un águila, símbolo del país, criatura que lejos de utilizar la limosna para satisfacer su apetito o un vicio le daba el más noble de los usos: alimentar a su prole.
Un juguete merece párrafo aparte en la colección de Martí, y no es de extrañar que el primero en proporcionarle esa distinción fuera él mismo: le veía futuro. Sus orígenes son tan remotos como el mito griego de Ícaro, es decir, como la aspiración del ser humano a volar. Hay un antecedente de este objeto en la obra visionaria de Leonardo da Vinci y no serán pocos los hombres que, a través del siglo XIX, pretendan que ese juguete sea una máquina capaz de permitirles abordarla y, una vez dentro de ella, emular a los pájaros. La aspiración no era ajena a Martí:
A todo hombre le quema la vida las alas de cera. Yo me hago otras alas y me las corto, y me las rehago: de modo que me parece que tengo ante mí un taller de alas. Pero duelen al salir; duelen al aletear, duelen más al caerse; siempre duelen.
El milenario sueño no se hará realidad hasta el 17 de diciembre de 1903, cuando los hermanos Wilbur y Orville Wright protagonicen “el primer vuelo sostenido y controlado de un aparato impulsado por motor” y logren que ese aparato, además de[] permanecer en el aire durante doce segundos, recorra treinta y tantos metros. Martí no alcanzará a verlo, había muerto ocho años antes, pero sí a adivinarlo en un juguete recién llegado a las tiendas estadounidenses aquella Navidad de 1887:
Y otro juguete hay nuevo: ni es el caballo de ruedas, ni el gato en la bota, ni los tres monos músicos, ni el negro bailador, ni la caja de suertes, ni las carreras de caballos, que son ruletas venenosas y disimuladas: ¡es un barco aéreo, colgante de un balancín, que al impulso de una máquina oculta, gira en el aire movido por dos aspas! Así, desde los juguetes del niño, se elaboran los pueblos.
No sólo alcanza a adivinarlo sino a dar testimonio de una experiencia similar a la que ese “barco aéreo” dispensará a los hombres del siglo XX:
Voy por la tierra como rodeado de nubes, y con los pies en el vacío.