Los viejos de la familia no hablaban como hablamos los que pronto seremos tan viejos como ellos, ni como hablan los jóvenes que no tardarán en ser tan viejos como nosotros. La forma de hablar del cubano promedio ha cambiado tanto como el país: una es reflejo del otro.
Imaginándolos eternos --porque yo mismo, joven al fin, vivía de espaldas a mi mortalidad-- no tuve la precaución de registrar sus voces y con ellas, su vocabulario, sus entonaciones, sus silencios y hasta sus olvidos, aquellos instantes en que, luchando a brazo partido con la memoria en merma, extraviaban el hilo de su discurso y volvían a retomarlo después de perderse por un atajo de recuerdos incidentales que parecían no llevar a ninguna parte y que acababan siendo tan interesantes como la historia inicial.
Tampoco sé cuántos de ellos hubieran estado dispuestos a explayarse ante una grabadora. Sé de algunos a quienes la posibilidad de que se les escapara un disparate los hubiera enmudecido, y de otros que ya habían escuchado sus voces grabadas y se sentían avergonzados de ellas. No nos oímos a nosotros mismos como nos oyen los demás, y menos aun como puede oírnos un artefacto que, no satisfecho con almacenar lo que decimos, nos lo devuelve en la voz de un extraño que se supone que seamos nosotros.
Mi falta de precaución no impidió que hace más de tres décadas intentara salvar la forma de hablar de una tía abuela cuyas anécdotas y modos de contar me cautivaron hasta el día de su muerte. Había vivido buena parte de su vida en el campo y recordaba, entre otras cosas, la renuencia de su padre, hombre de escasa educación formal, a admitir un transmisor de radio en el hogar. Sólo a mediados de los años cuarenta accedió a que el intruso, hablador y melómano, acaparara la atención de su hija, y hasta él mismo se aficionó a un serial de aventuras que entusiasmaba al país: Los tres Villalobos.
Todo fue bien hasta que un día regresó a casa antes que de costumbre y, fatigado por el laboreo con las reses y las altas temperaturas, se desplomó en un sillón de la sala en penumbra y ordenó a su hija, con fingida desgana, que encendiera el transmisor a ver cómo le iba al trío. Cuando ésta, vacilante, le reveló que los episodios sólo se transmitían a determinada hora y que hasta entonces no había forma de tener noticia de los protagonistas, su padre montó en cólera, denostó a la radio y se vanaglorió de haberle advertido, desde el primer instante, que aquel invento era una basura. Las dificultades que afrontaban los Villalobos --admitió preocupado por la integridad física de los hermanos, defensores de la justicia-- debían ser del conocimiento de sus simpatizantes a todas horas.
El texto que comparto es una transcripción de los apuntes que hice a partir de algunas de las tantas conversaciones que sostuve con mi tía abuela en el exilio, adonde arribó, pobre, a mediados de los años sesenta. Los lugares donde residió fueron siempre minúsculos; a veces sólo disponía de una habitación. Al final, ni eso. No importa: dondequiera que la vida la instalara, la hospitalidad y la cháchara encantadora prevalecían. Nos unía algo más que un vínculo familiar: una simpatía. Y hasta una complicidad: nos reíamos de lo que otros no se reían; temíamos encontrarnos en situaciones donde se impusiera la compostura y, al primer cruce de miradas, tener que abandonar el lugar o taparnos la boca para no soltar la carcajada. Fuimos uña y carne hasta su fallecimiento.
He respetado la redacción original de estas notas: imposible alterar lo que reconocí espontáneo. No se escribieron para ser leídas sino escuchadas, aunque la voz que habla en ellas pudiera resultar tan extraña a su dueña como a nosotros la nuestra la primera vez que la escuchamos grabada; tan extraña como a su padre el hecho de que la radio no velara por el destino de los Villalobos las veinticuatro horas del día.
***
“Esa tarde mamá me preguntó si yo quería ayudarla a doblar la ropa, y yo encantada. Yo tenía pasión con mamá. ¿Tú te acuerdas del patiecito aquel de lajas, a un lado de la casa, junto al potrero? Pues mamá sacó un taburete, lo puso debajo del flamboyán y yo me senté al lado de ella, en el suelo. ¡Allí había una sombra! Y una paz. Mamá siempre andaba vestida de hilo. Había que verla con aquellas batas blancas, limpieciiitas, acabadas de planchar. Daba gusto. Jamás la vi ponerse otra cosa. Así pensaba yo vestirme cuando llegara a vieja, y mírame la facha. Ando siempre que parezco un payaso.
Pero como te iba diciendo, nos pusimos a doblar la ropa. Yo estaba feliz porque papá no estaba en casa. Tú has oído los cuentos. Que Dios lo tenga en Su gloria. Bien sabe él que hasta el último momento estuve a su lado. Este problema mío de la columna vertebral viene de entonces: se le metió en la cabeza que yo era la única que podía cargarlo. Y allá va Carmen Rosa con él para la sala, y allá va Carmen Rosa con él para el baño: una burrada. Cuando se enfermó llegó a pesar doscientas libras. ¡Di tú que entonces yo estaba entera! Sólo él, Dios todopoderoso y yo sabemos las cosas que me hizo pasar.
Pero ¿qué era lo que te estaba contando? Ah, sí, lo de Luis. ¿Ves que estoy hecha una porquería? Todo se me olvida. Cojo una cosa y la dejo, cojo otra y así. Lo más terrible del mundo es llegar a viejo; es la peor humillación que se le puede hacer a un ser humano. Yo nunca fui bonita pero a veces me miro al espejo y digo ¡Señor, qué cosa más fea! Soy un puro mono. Por eso cuando alguien que me dice: Carmen Rosa, ¡qué bien estás!, me dan ganas de matarlo.
Pero como te iba diciendo… Nos pusimos a doblar la ropa. Mamá tenía unas bolsitas de tela que llenaba con raíces de vetiver. Las metía entre las sábanas y la ropa interior, tú sabes, para que olieran bien. Dos o tres veces al mes le traían aquellos mazos de raíces, y había que ver con el cuidado que ella las cogía, las separaba y las lavaba, una por una hasta que no les quedaba ni un granito de tierra. Después las cortaba en trocitos y las metía en las bolsas. Nada, que tú abrías aquellos armarios y la casa entera olía a gloria.
Yo creo que esta manía mía de limpieza viene de mamá. Ahora me ha dado porque todas las noches, antes de acostarme, tengo que volver a bañarme y a entalcar aunque me haya bañado diez veces durante el día. Ah, sí, por si me muero dormida, ¡una vieja sucia es lo último del mundo! Y ya lo tengo dicho: Carmen Rosa se murió y punto, a enterrarla. Nada de velorio. La gente va a los velorios porque no le queda más remedio. O va a chismear, a que la vean. El muerto les importa un comino. ¿Tú sabes lo que más me preocupa? Que venga uno de esos desconocidos que trabajan en las funerarias y se pongan a trastearme: creo que me levanto y le saco los ojos. Cuando yo vi a mi pobre hermana muerta con aquel maquillaje, que ni se parecía a ella, no sé lo que sentí. A mí que no me pongan ni polvo. El vestidito ése que anda por ahí, tu mamá sabe cuál es, ¡y lista! A veces pienso si no sería mejor que me cremaran. ¿Qué tú crees? Pero dicen que es muy caro. Le zumba estar muerto y seguir jeringando. Además, el fuego me da terror. No es que estar enterrada me haga mucha gracia, pero es mejor no hablar de eso.
Ay, muchacho, qué negra es la soledad. Tú dirás que tu tía está loca, pero ¿si no converso contigo con quién voy a conversar? Aquí los viejos sobran. Ese teléfono no suena. Y a la calle no hay quien salga: el barrio está cada vez peor. Ayer, en la bodega de la esquina, mataron a alguien. Y ahí atrás robaron hace unas noches. Pero imposible mudarme. ¿Con qué se sienta cucaracha?
Ya no sé lo que te estaba contando. Ah, sí, lo de Luis ¿No te digo? No sirvo para nada. Luis se había ido temprano. Yo creo que ya andaba enamorado de Pilar. Era un infeliz, pobrecito. Bebía y hacía barbaridades como todos los hombres pero no le hacía daño a nadie. De mis hermanos, Cástulo era el que tenía mejor cara, pero los ojos de Luis… ¿Tú te acuerdas? Eran azuliiitos. Alma de Dios. Bueno, pues se había ido al amanecer y no había regresado. Nosotras estábamos tan entretenidas doblando la ropa que no nos dimos cuenta de la hora que era. A veces mamá se asustaba porque creía que le había caído un bicho en la cabeza, pero eran las flores del framboyán. Esa mata es así: todo lo que tiene de bella lo tiene de cochina; cuando dice a soltar flores no hay quien pueda con ella. Yo creo que mamá no se asustaba nada, que lo hacía para divertirme. La verdad es que salíamos de allí con la cabeza llena de flores. Por eso cuando murió se me acabó el mundo. ¡Yo tenía 12 años! Angelito. Aquel viaje a La Habana, el internado… Un día Cástulo me sacó a pasear por la ciudad y de repente descubrí a una niña vestidita igual que yo que me miraba desde dentro de una tienda. Se lo dije: Cástulo, mira esa niña, es igualita a mí. Pero Cástulo se echo a reír: no era una niña, era yo. Nunca había visto espejos tan grandes.
Pero bueno, como te iba diciendo… Ya llevábamos allí un buen rato, debajo del framboyán, cuando oímos el trote de la yegua de Luis. Venía de fango hasta la coronilla. Enseguida nos dimos cuenta de que estaba borracho. Mamá le dijo: Luis Felipe, báñate y acuéstate. Pero Luis no se movió. ¿No me oyes, Luis? Te he dicho que te bañes y te acuestes. Yo seguí doblando la ropa. Entonces fue cuando vi que Luis sacaba el revólver, se apuntaba a la cabeza y decía: me voy a matar. Todavía me parece verlo sonriendo, como retando a mamá. Pero más susto me di cuando oí que mamá, despaciiito, le decía: hijo mío, cuando un hombre saca el revólver es para usarlo, si no, no lo saca. Yo dije para mí misma: mamá está loca. Pero Luis no disparó. Enfundó el revólver, dio media vuelta, se bañó y se metió en la cama. Mamá estaba pálida como la ropa. Yo no me quiero acordar”.
Imaginándolos eternos --porque yo mismo, joven al fin, vivía de espaldas a mi mortalidad-- no tuve la precaución de registrar sus voces y con ellas, su vocabulario, sus entonaciones, sus silencios y hasta sus olvidos, aquellos instantes en que, luchando a brazo partido con la memoria en merma, extraviaban el hilo de su discurso y volvían a retomarlo después de perderse por un atajo de recuerdos incidentales que parecían no llevar a ninguna parte y que acababan siendo tan interesantes como la historia inicial.
Tampoco sé cuántos de ellos hubieran estado dispuestos a explayarse ante una grabadora. Sé de algunos a quienes la posibilidad de que se les escapara un disparate los hubiera enmudecido, y de otros que ya habían escuchado sus voces grabadas y se sentían avergonzados de ellas. No nos oímos a nosotros mismos como nos oyen los demás, y menos aun como puede oírnos un artefacto que, no satisfecho con almacenar lo que decimos, nos lo devuelve en la voz de un extraño que se supone que seamos nosotros.
Mi falta de precaución no impidió que hace más de tres décadas intentara salvar la forma de hablar de una tía abuela cuyas anécdotas y modos de contar me cautivaron hasta el día de su muerte. Había vivido buena parte de su vida en el campo y recordaba, entre otras cosas, la renuencia de su padre, hombre de escasa educación formal, a admitir un transmisor de radio en el hogar. Sólo a mediados de los años cuarenta accedió a que el intruso, hablador y melómano, acaparara la atención de su hija, y hasta él mismo se aficionó a un serial de aventuras que entusiasmaba al país: Los tres Villalobos.
Todo fue bien hasta que un día regresó a casa antes que de costumbre y, fatigado por el laboreo con las reses y las altas temperaturas, se desplomó en un sillón de la sala en penumbra y ordenó a su hija, con fingida desgana, que encendiera el transmisor a ver cómo le iba al trío. Cuando ésta, vacilante, le reveló que los episodios sólo se transmitían a determinada hora y que hasta entonces no había forma de tener noticia de los protagonistas, su padre montó en cólera, denostó a la radio y se vanaglorió de haberle advertido, desde el primer instante, que aquel invento era una basura. Las dificultades que afrontaban los Villalobos --admitió preocupado por la integridad física de los hermanos, defensores de la justicia-- debían ser del conocimiento de sus simpatizantes a todas horas.
El texto que comparto es una transcripción de los apuntes que hice a partir de algunas de las tantas conversaciones que sostuve con mi tía abuela en el exilio, adonde arribó, pobre, a mediados de los años sesenta. Los lugares donde residió fueron siempre minúsculos; a veces sólo disponía de una habitación. Al final, ni eso. No importa: dondequiera que la vida la instalara, la hospitalidad y la cháchara encantadora prevalecían. Nos unía algo más que un vínculo familiar: una simpatía. Y hasta una complicidad: nos reíamos de lo que otros no se reían; temíamos encontrarnos en situaciones donde se impusiera la compostura y, al primer cruce de miradas, tener que abandonar el lugar o taparnos la boca para no soltar la carcajada. Fuimos uña y carne hasta su fallecimiento.
He respetado la redacción original de estas notas: imposible alterar lo que reconocí espontáneo. No se escribieron para ser leídas sino escuchadas, aunque la voz que habla en ellas pudiera resultar tan extraña a su dueña como a nosotros la nuestra la primera vez que la escuchamos grabada; tan extraña como a su padre el hecho de que la radio no velara por el destino de los Villalobos las veinticuatro horas del día.
***
“Esa tarde mamá me preguntó si yo quería ayudarla a doblar la ropa, y yo encantada. Yo tenía pasión con mamá. ¿Tú te acuerdas del patiecito aquel de lajas, a un lado de la casa, junto al potrero? Pues mamá sacó un taburete, lo puso debajo del flamboyán y yo me senté al lado de ella, en el suelo. ¡Allí había una sombra! Y una paz. Mamá siempre andaba vestida de hilo. Había que verla con aquellas batas blancas, limpieciiitas, acabadas de planchar. Daba gusto. Jamás la vi ponerse otra cosa. Así pensaba yo vestirme cuando llegara a vieja, y mírame la facha. Ando siempre que parezco un payaso.
Pero como te iba diciendo, nos pusimos a doblar la ropa. Yo estaba feliz porque papá no estaba en casa. Tú has oído los cuentos. Que Dios lo tenga en Su gloria. Bien sabe él que hasta el último momento estuve a su lado. Este problema mío de la columna vertebral viene de entonces: se le metió en la cabeza que yo era la única que podía cargarlo. Y allá va Carmen Rosa con él para la sala, y allá va Carmen Rosa con él para el baño: una burrada. Cuando se enfermó llegó a pesar doscientas libras. ¡Di tú que entonces yo estaba entera! Sólo él, Dios todopoderoso y yo sabemos las cosas que me hizo pasar.
Pero ¿qué era lo que te estaba contando? Ah, sí, lo de Luis. ¿Ves que estoy hecha una porquería? Todo se me olvida. Cojo una cosa y la dejo, cojo otra y así. Lo más terrible del mundo es llegar a viejo; es la peor humillación que se le puede hacer a un ser humano. Yo nunca fui bonita pero a veces me miro al espejo y digo ¡Señor, qué cosa más fea! Soy un puro mono. Por eso cuando alguien que me dice: Carmen Rosa, ¡qué bien estás!, me dan ganas de matarlo.
Pero como te iba diciendo… Nos pusimos a doblar la ropa. Mamá tenía unas bolsitas de tela que llenaba con raíces de vetiver. Las metía entre las sábanas y la ropa interior, tú sabes, para que olieran bien. Dos o tres veces al mes le traían aquellos mazos de raíces, y había que ver con el cuidado que ella las cogía, las separaba y las lavaba, una por una hasta que no les quedaba ni un granito de tierra. Después las cortaba en trocitos y las metía en las bolsas. Nada, que tú abrías aquellos armarios y la casa entera olía a gloria.
Yo creo que esta manía mía de limpieza viene de mamá. Ahora me ha dado porque todas las noches, antes de acostarme, tengo que volver a bañarme y a entalcar aunque me haya bañado diez veces durante el día. Ah, sí, por si me muero dormida, ¡una vieja sucia es lo último del mundo! Y ya lo tengo dicho: Carmen Rosa se murió y punto, a enterrarla. Nada de velorio. La gente va a los velorios porque no le queda más remedio. O va a chismear, a que la vean. El muerto les importa un comino. ¿Tú sabes lo que más me preocupa? Que venga uno de esos desconocidos que trabajan en las funerarias y se pongan a trastearme: creo que me levanto y le saco los ojos. Cuando yo vi a mi pobre hermana muerta con aquel maquillaje, que ni se parecía a ella, no sé lo que sentí. A mí que no me pongan ni polvo. El vestidito ése que anda por ahí, tu mamá sabe cuál es, ¡y lista! A veces pienso si no sería mejor que me cremaran. ¿Qué tú crees? Pero dicen que es muy caro. Le zumba estar muerto y seguir jeringando. Además, el fuego me da terror. No es que estar enterrada me haga mucha gracia, pero es mejor no hablar de eso.
Ay, muchacho, qué negra es la soledad. Tú dirás que tu tía está loca, pero ¿si no converso contigo con quién voy a conversar? Aquí los viejos sobran. Ese teléfono no suena. Y a la calle no hay quien salga: el barrio está cada vez peor. Ayer, en la bodega de la esquina, mataron a alguien. Y ahí atrás robaron hace unas noches. Pero imposible mudarme. ¿Con qué se sienta cucaracha?
Ya no sé lo que te estaba contando. Ah, sí, lo de Luis ¿No te digo? No sirvo para nada. Luis se había ido temprano. Yo creo que ya andaba enamorado de Pilar. Era un infeliz, pobrecito. Bebía y hacía barbaridades como todos los hombres pero no le hacía daño a nadie. De mis hermanos, Cástulo era el que tenía mejor cara, pero los ojos de Luis… ¿Tú te acuerdas? Eran azuliiitos. Alma de Dios. Bueno, pues se había ido al amanecer y no había regresado. Nosotras estábamos tan entretenidas doblando la ropa que no nos dimos cuenta de la hora que era. A veces mamá se asustaba porque creía que le había caído un bicho en la cabeza, pero eran las flores del framboyán. Esa mata es así: todo lo que tiene de bella lo tiene de cochina; cuando dice a soltar flores no hay quien pueda con ella. Yo creo que mamá no se asustaba nada, que lo hacía para divertirme. La verdad es que salíamos de allí con la cabeza llena de flores. Por eso cuando murió se me acabó el mundo. ¡Yo tenía 12 años! Angelito. Aquel viaje a La Habana, el internado… Un día Cástulo me sacó a pasear por la ciudad y de repente descubrí a una niña vestidita igual que yo que me miraba desde dentro de una tienda. Se lo dije: Cástulo, mira esa niña, es igualita a mí. Pero Cástulo se echo a reír: no era una niña, era yo. Nunca había visto espejos tan grandes.
Pero bueno, como te iba diciendo… Ya llevábamos allí un buen rato, debajo del framboyán, cuando oímos el trote de la yegua de Luis. Venía de fango hasta la coronilla. Enseguida nos dimos cuenta de que estaba borracho. Mamá le dijo: Luis Felipe, báñate y acuéstate. Pero Luis no se movió. ¿No me oyes, Luis? Te he dicho que te bañes y te acuestes. Yo seguí doblando la ropa. Entonces fue cuando vi que Luis sacaba el revólver, se apuntaba a la cabeza y decía: me voy a matar. Todavía me parece verlo sonriendo, como retando a mamá. Pero más susto me di cuando oí que mamá, despaciiito, le decía: hijo mío, cuando un hombre saca el revólver es para usarlo, si no, no lo saca. Yo dije para mí misma: mamá está loca. Pero Luis no disparó. Enfundó el revólver, dio media vuelta, se bañó y se metió en la cama. Mamá estaba pálida como la ropa. Yo no me quiero acordar”.