Nicolás Maduro no para de hablar. Como más se complica la situación en Venezuela, el Presidente no deja de encontrar siempre algún tiempo para dirigirse a las masas desde la cadena nacional. Allí es el rey y emite órdenes que deben ser acatadas por un pueblo que está obligado a seguir lo que él llama la unión "cívico-militar".
No ofrece nunca una explicación plausible sobre lo que sucede en el país. Los problemas de la gente corriente según él son el efecto de las estrategias de desgaste de las elites económicas del país que buscan erosionar su Gobierno de forma inmediata y establecer un cambio de régimen. Tienen una maquinaria de propaganda en las redes sociales que no descansa.
Sus críticas hacia la oposición son duras. Ni tan siquiera considera que se trate de una oposición legítima y dirige adjetivos realmente sorprendentes para calificar a los adversarios políticos. Les llama ultraderecha o directamente "nazis". A Leopoldo López directamente lo califica de "monstruo".
El espectador probablemente se cuestione acerca de la conexión que usa Maduro para equiparar a la oposición democrática en Venezuela a la prepotencia de base racial que ejerció el movimiento nazi en la Alemania de los años 30. No hay conexión. No existe. Es un invento más de Maduro que nadie, con un mínimo de conocimiento del mundo, puede tragarse.
La última gran ocurrencia de este presidente ha sido la desarticulación de un supuesto golpe de Estado en el que un grupo de oficiales habían planificado el bombardeo del Palacio de Miraflores y de la sede de la televisión del ALBA, Telesur, así como otros espacios de interés nacional. Venezuela ya es el escenario de un thriller que no necesita guionistas de Hollywood para obtener un triunfo en taquillas.
Maduro, como los líderes de países como Cuba o Corea del Norte, parecen estar escenificando todo el tiempo una obra de teatro que, en algún momento, acaban por interiorizar y creérsela. Sus delirios acaban situándolos en un espacio del espectro político mundial que escapa a la comprensión de quien intenta hacer lecturas razonables de lo que hacen y dicen determinados líderes políticos.
No deja de sorprender la capacidad que tienen estos mandatarios para conseguir que mucha gente en sus países les crea y no contradigan sus medidas. Promueven el terror para tapar los fracasos de políticas económicas nefastas. Y aun pretenden culpabilizar de las mismas a sus adversarios. Lo tienen todo montado para que gobernar les resulte muy cómodo. En lugar de ser ellos los que asisten al pueblo, el pueblo los asiste a ellos.
Resulta un tanto inquietante que Venezuela vaya a seguir por mucho tiempo dirigida por líderes políticos que recurren a la fantasía y que construyen historias para acabar ordenando (que no sugerir, pedir o recomendar) unión "cívico-militar", en lugar de políticos que asuman con respeto a sus contrincantes y promuevan valores de convivencia entre los ciudadanos.
Países como Venezuela, Cuba o Corea del Norte renuncian a la convivencia democrática y apuestan por el histrionismo belicista, la recreación de escenarios bélicos forzados que, combinados con un estado de necesidad permanente de sus ciudadanos, acaba por hacer casi imposible salir de ese círculo vicioso.
Es comprensible que la gente en esos países, ante líderes que hablan con vocación de poder absoluto, acaben por sentir una gran sensación de frustración con la política. Y que perciban prácticamente como imposible que las cosas puedan llegar a cambiar o al menos a mejorar. Esos países se convierten en lugares donde solo alguna forma de evasión puede hacerlos potables para seguir viviendo en ellos.