Qué ingenuidad la del niño que cada 5 de enero arrancaba puñados de la hierba más verde que hallaba en los solares de su vecindario para, depositándolos en la azotea de su casa, junto a un cubo de agua, reciprocar la amabilidad de los camellos que esa noche transportarían a los Magos. Qué pensarían las aves y las nubes que le sobrevolaban; qué, el cielo; qué, el pararrayos que protegía el hogar y, sacando ventaja a todos, era el primero en distinguir, a distancia, las siluetas de los visitantes: jorobas y hocicos, coronas y mantos, alforjas y cofres repletos de juguetes.
Qué pensarían las estrellas de aquel inesperado verdor disperso sobre una superficie de cemento donde nada, a no ser el niño, podía crecer, y de aquel minúsculo espejo redondo, con fino borde de metal, donde las muy coquetas apenas cabían y era de rigor hacer fila para poder mirarse. El niño las imaginaba acercándose, una a una, al cubo y cuidando de no mojarse el rostro, o temerosas de que alguna de las que esperaba turno a sus espaldas diera un traspiés y las precipitara al fondo de aquella luna trémula donde, luego de apagarse, se desvanecerían.
Si todo hubiera amanecido intacto la mañana del día 6, el niño hubiera prestado atención a los rumores malvados que ponían en duda la existencia de los Magos (pueblo chico, infierno grande, oiría decir después). Pero la hierba desaparecía, prueba de que las bestias la habían aprovechado, y del agua sólo quedaba un charquito asustado en el fondo del cubo, señal de que las enormes lenguas habían estado a punto de dar cuenta de él; un charquito mezclado con la saliva de los camellos que, mientras él dormía y los Magos, en puntillas, barrían los suelos de la sala de su casa con las orlas de sus trajes, luchaba por sobrevivir y al día siguiente parecía guiñarle; un charquito como una piedra preciosa desleída y pálida.
Le gustaría al niño, hoy adulto y distante, animar a un vecino de su pueblo a subir a la azotea de la casa abandonada y dejar en ella, la tarde del próximo 5 de enero, además de un manojo de hierbas verdes recogidas de algún terreno baldío, un recipiente con agua lo suficientemente holgado para que las estrellas puedan asomarse a él y un animal de carga consiga sumergir los belfos y beber unos sorbos sin temor a volcarlo.
Le gustaría también animarlo a regresar a la azotea a la mañana siguiente y averiguar cuánto de lo que dejó dispuesto permanece intacto. Si la hierba falta y el agua escasea -como el ausente sospecha que sucederá- es porque los Magos no perdieron la esperanza de que el niño regresara y durante cincuenta años continuaron haciendo escala en su domicilio o aguardando que alguien, no importa la edad que tuviera, lo reemplazara. O, sabios al fin, supieron siempre lo que nadie más supo: que el niño, lejos de marcharse, continúa allí.