Una temprana afición al dibujo me reveló que el trazado de dos pequeñas líneas, ligeramente arqueadas y unidas por uno de sus extremos, insinuaba la silueta de un ave suspendida en el espacio, y que la colocación de ese trazado en cualquier punto de una hoja de papel en blanco otorgaba a la hoja jerarquía de cielo.
El hallazgo no sólo me animó a dibujar una bandada de aves de la misma especie sino a tomar otra hoja y dibujar en su centro una sola ave de proporciones mayores, un ave capaz de abrazar la Tierra. El animal abrió las alas de un margen al otro y comenzó a batirlas lenta y acompasadamente, produciendo una ventarrón que me forzó a volver el rostro, dar un paso atrás y descubrir, apenas cesó el aleteo, cómo ambas extremidades se desdoblaban en los bordes superiores de unos glúteos cuya dueña se inclinaba ante mí, ofreciéndome una perspectiva aérea del extremo inferior de su espalda, más allá del huesito de la alegría.
La opulencia de aquellos contornos y la actitud de la susodicha -cuyo tronco y cabeza se perdían más acá del papel, como si luego de andar a cuatro patas se detuviera ante mí y rehusara erguirse-- me encandilaron. Recordé la célebre fotografía de Man Ray donde se admiran, desde un ángulo opuesto al que yo gozaba, dos pompis perfectos y, entre ellos, el nerviosismo de unos dedos femeninos que afloran provenientes de la parte anterior de la arrodillada. No olvidé la belleza del adjetivo que identifica esta región del cuerpo: sacrococígea, compuesto por dos huesos (sacro y cóccix) y Gea, diosa de la Tierra y mujer de Urano, el cielo estrellado, de quien me sentí súbita encarnación.
Debí cerrar los ojos y abandonarme al placer que me proporcionaba el dibujo: espabilado el deseo, la libido posterga la vista y favorece a la imaginación, facultad licenciada para percibir lo que elude al resto de los sentidos. Pero las líneas no tardaron en sugerir algo más: como quien abrazando a una mujer por la espalda mete la cabeza entre su cuello y un hombro y se asoma a su anverso, vi un escote ceñido, el filo superior de un traje que comprimía dos pechos a punto de reventar la hoja. Presto a acariciarlos, a estrechar el abrazo y averiguar —inclinándome un poco más hacia delante y haciendo girar la cabeza— de quién era la mejilla que rozaba la mía, advertí que ambos pechos comenzaban a desvanecerse y el dibujo, a insinuar un entrecejo fruncido, un macizo facial.
Aquellos dos trazos eran los arcos frontales de una calavera que, de continuar precisándose, me enfrentarían un par de cuencas vacías. No satisfecho con rasgar el papel, corrí al patio y le prendí fuego. Un olor a pluma quemada lo invadió todo mientras los restos carbonizados tiznaban el aire revoloteando a mi alrededor. Regresé apresuradamente a casa, eché llave a la puerta y jamás volví a dibujar.