De continuar avanzando los planes norteamericanos para modernizar la isla, mediante el comercio y el sembrado de tecnología, el trauma de España por la pérdida de su más querida colonia quedará sin curar, definitivamente. El sueño español de ser los principales socios comerciales, sostenido poco a poco a través del turismo, se le viene abajo con lo rápido que podrían ir las cosas si finalmente se conceden todos los permisos para que Estados Unidos entre de lleno.
No obstante, una empresa naviera española, Balearia, parece ir delante en los planes de transportación de pasajeros en el Estrecho de la Florida, según anunciaron los medios en días recientes.
Ahora bien, no seamos tan duros. A estas alturas ya no debe suponer un trauma por Cuba, sino una nostalgia incurable. La isla querida, presente en telenovelas de época y en frases tan sollozantes como “Más se perdió en la guerra de Cuba”, se le ha vuelto a escapar de las manos a los españoles, por segunda vez y de nuevo por mediación de los norteamericanos.
Durante los más de cincuenta años de castrismo, España estuvo presente en la isla pero de una manera condicionada, subyacente, digamos. El primer presidente español en democracia, o en transición, Adolfo Suárez, fue a La Habana y se retrató con Fidel Castro en una visita oficial de dos días. Luego Felipe González negoció un envío de terroristas españoles aportando autobuses de la marca Pegaso, que en la deprimida “revolución” venían muy bien. Más tarde, cuando se despenalizó el dólar, llegaron los hoteleros y se instalaron, pero sin chistar. La contratación del personal pasaba por manos de la autocracia comunista.
Políticos españoles de ambos signos se sometieron al guión de Castro, menos Aznar que logró acorralarlo en la Comunidad Económica Europea. Pero, a continuación, José Luis Rodríguez Zapatero se encargaría de diluir la presión mediante lobbys fuertes en el ámbito europeo, utilizando su influencia y, una vez más, como mediador de un conflicto del que nunca se enteraban correctamente los cubanos de a pie. La recepción de prisioneros políticos provenientes de la llamada “Primavera Negra de 2003” fue una jugada fatal para los que llegaban a España. En poco tiempo se quedaron sin amparo del ejecutivo. Nadie los quiso.
Un documental refleja la odisea de unos pobres desterrados que no hallaron otra vía que instalarse en las plazas. Por suerte, en un país democrático que se lo permitía.
Uno se pregunta qué ha ganado España. La verdad que muy poco, al menos es lo que se ve. Una activista seria como Rosa María Payá no encuentra apoyo en los poderes judiciales españoles para abrir una investigación internacional por la muerte de su padre, Oswaldo Payá, que era, además de cubano, español. Y no lo encuentra ni siquiera con el Partido Popular en el poder. Ni pensar qué hubiera sido con el PSOE, aunque el trato que le dieron los socialistas ya lo dice todo.
La Ley de la Memoria Histórica instaurada por el gobierno de Zapatero fue justa con los antepasados. Muchas raíces familiares estaban necesitándola, pero en ningún momento los gobiernos españoles se han planteado dignificar la memoria de los suyos que salieron expoliados por la llamada “revolución”. Como nadie escarmienta por cabeza ajena, algunos empresarios españoles, en estos últimos años, pensaron igual que el lema de los productos lácteos Danone: ¿Repetimos?
Repitieron y salieron escaldados, sin un duro y sin nadie que represente o asuma la deuda del Estado castrista. Solo queda la nostalgia en estos casos, pero advertidos estaban. Los Castro no pagan, son pésimos deudores. Además de no pagar, invitan a otros países a que no paguen.
Esa es una realidad, pero Cuba tiene algo que engancha. Ahora a los americanos les tocaría demostrar que no son incautos.