Los cazadores de raras piezas literarias estarán de plácemes con la publicación en español de dos ensayos del escritor inglés Aldous Huxley, 1894-1963, reunidos en un libro bajo el título Las puertas de la percepción /Cielo e infierno en la colección Debolsillo, de Penguin Random House, Ciudad de México, 2018.
Ambos ensayos fueron publicados originalmente en 1954 y 1956, respectivamente, y en ellos el escritor explora la soledad del hombre inmerso en el mundo material, exilio del alma, y la unidad entre la mente y el cosmos por vía de la experiencia alucinógena, específicamente por la ingesta de mescalina, el alcaloide alucinógeno del peyote, que deviene experiencia religiosa. Lo finito como instrumento para visionar lo infinito. Los paraísos artificiales no ya como sucedáneos sino como puertas de acceso a los paraísos espirituales.
Huxley es más conocido por su obra futurística Un mundo feliz, 1923 -que al presente no dudaríamos en calificar de profética-, donde nos presenta un mundo de mutantes morales pletóricos de felicidad fisiológica e incapaces de esfuerzo intelectual alguno, de estómagos llenos y cerebros vacíos, esclavos contentos no por temor a la libertad sino porque ni siquiera tendrían la más remota noción de que algo así alguna vez existió. En esta jauja los hombres se afeitan mediante maquinillas electrolíticas y consumen chicle con hormonas sexuales. La guerra y la pobreza pertenecen al pasado pero en cambio han sido eliminados de un plumazo y un pelmazo, con ferocidad, la familia, la diversidad cultural, el arte, la ciencia, la literatura, la religión, la filosofía y el amor, de modo que los hombres serían como una suerte de amables amebas asépticas y tecnificadas, seres inducidos al estertor de los más pedestres placeres de la carne mediante la dictadura de una eficaz maquinaria mediática y de entretenimiento.
En Un mundo feliz Huxley muestra su temor ante el desmesurado desarrollo material que se manifiesta como excrecencia del espíritu, el hombre sometido a la soledad suma en medio de la masificación suma, mientras que en Las puertas de la percepción y Cielo e infierno nos muestra -perdidos ya los vínculos con la tradición y sus técnicas ritualísticas para reconectar, religar al ser con la divinidad- una metodología moderna que alejada de toda dogmática promete sin embargo abrir las puertas, allanar el camino del alma atomizada a la fusión, aunque sea efímera, con la unidad primordial, fusión de lo finito con lo infinito, de lo temporal con lo atemporal. Transmutar así, mescalina mediante, lo terreno, pedestre y oscuro del más acá en lo celeste, noble y luminoso del más allá.
Anhelo que anida en el inconsciente humano, deseo de divinidad, desde las más ancestrales eras; anhelo que cuando resulta coartado degenera sin más en utopías ateísticas como las del marxismo y su primo hermano el marxismo cultural.
Descendidos y degradados los dioses celestes -muertos en muchos casos al decir de Friedrich Nietzsche- se adora entonces, puesto que el hombre tiene necesidad de trascendencia, a esperpénticos dioses de carne y hueso parapetados tras los periódicos, la propaganda, las pantallas y los micrófonos con cohorte no de ángeles luminiscentes sino de matones artillados de ametralladoras y mirada torva.
Digamos que Huxley entonces podría proponer la mescalina no ya como sucedáneo metafísico sino como arma contra el marxismo; contra toda dogmática materialista, cientificista y degenerativa. La mescalina como materia para trascender la materialidad; la cárcel de lo material-historicista a que pretende y parece condenarnos el mundo de la modernidad.
El punto es que por mucho que masifique el mundo del marxismo materialista -o del marxismo cultural-, por un lado, y el mundo de la banca y la propaganda, por el otro, sucede que siempre estamos solos y lo estamos aún y sobre todo en los momentos más importantes de nuestras existencias, a saber, en el momento del nacer, en el momento del amor y en el momento de morir, por lo que esa fragmentación, aislamiento del alma, solo se anularía por efecto de la unión del ser con la esencia superior, así, acorde con esa determinación, o predeterminación, Huxley escribe en Las puertas de la percepción: “los mártires entraban en el circo tomados de la mano, pero eran crucificados aisladamente. Abrazados, los amantes tratan desesperadamente de fusionar sus aislados éxtasis, pero es en vano”.
No hay sistema político, por colectivista que sea, que aporte un antídoto a ese aislamiento señalado arriba. Ese aislamiento sólo será superado por la experiencia del visionario, el médium y el místico. Pero el escritor añade y recomienda en un mundo que menosprecia lo espiritual –porque así ha sido inducido para imponer la falsa sensación de unidad en la política o la sociedad y poder dominar, esclavizar- el uso dosificado de la mescalina como vía de acceso a la región de los seres y las cosas sin tiempo, región no ya más transparente sino de más vividos e intensos colores, una región en que se exponen hasta los más recónditos pliegues de la realidad, en que resulta imposible ocultar el pecado o la penitencia, las apetencias o la plenitud, transparencia total, viaje al universo de los de los milagros, del ser y el estar en una cosa y su contrario, dentro y afuera, arriba y abajo, sin el sacrificio que impone al hombre toda relación con lo divino; siempre menor por cierto que el sacrificio que impone al hombre la relación con las utopías racionalistas.
Esa búsqueda de lo maravilloso, de la luz y lo celeste, explicarían según expone el escritor en Cielo e infierno la pasión del hombre por las gemas y el misterio de que este les adjudique sin más una virtud mágica. Curiosamente Huxley piensa que la cadena causal de ello empieza en el Otro Mundo psicológico de la experiencia visionaria, desciende luego a la tierra y sube de nuevo al Otro Mundo teológico del cielo.
Huxley cita a continuación a Sócrates -según Platón en Fedón- cuando dice que existe un mundo espiritual más allá y por encima del mundo de la materia: “En esta otra tierra, los colores son mucho más puros y brillantes de lo que son aquí abajo… las piedras preciosas de este mundo inferior, nuestros codiciados jaspes, corelinas, esmeraldas, y todas las demás, no son más que simples fragmentos de esas rocas de arriba. En la otra tierra, no hay piedra que no sea preciosa y que no exceda en belleza a cualquiera de nuestras gemas”.
Y más adelante Platón agrega: “La visión de este mundo es una visión de espectadores bienaventurados”, porque ver las cosas despojadas de la neblina de la materialidad es asomarse al paraíso y no encontrar palabras para expresarlo.
Declaraciones que nos vienen a fortalecer en la idea de que las cosas de este mundo, por perentorias que parezcan, no serían más que pálidos reflejos de realidades más altas, o más profundas al interior de nuestro ser, y que, va de suyo, el juego de la existencia no se decide acá abajo sino allá arriba -adentro de nuestro ser- y que la belleza absoluta no existe aquí sino allí, que en última instancia sólo nos quedaría el congraciarnos, ser seductores, con las potencias que rigen en el más allá para alcanzar sus favores o asomarnos al supramundo en que moran, mediante la ritualística tradicional al uso de cada religión determinando cada cultura o mediante la metodología de la mescalina, pero nunca, eso sí, mediante las desatentadas resoluciones que compulsan a construir esos paraísos artificiales en los predios sociales de este mundo porque terminaremos siempre en el infierno de la comuna que deviene gulag.