Hace unos días un vecino me preguntó, sin mucho entusiasmo, si por fin Obama vendría a Cuba antes de dejar la Casa Blanca. Me limité a responderle de acuerdo a mis pobres conocimientos sobre el tema.
Su indagación tenía como trasfondo la preocupación de que la hipotética visita se tradujera en un nuevo espaldarazo al régimen que encabeza Raúl Castro.
Las expectativas de mi interlocutor sobre los beneficios que esperaba del acercamiento entre ambos gobiernos, según pude constatar, se transformaron en desechos no reciclables.
A más de un año de la noticia del deshielo, tal manera de pensar es el denominador común entre el grueso de la población, que esperaba el alivio de sus problemas existenciales a partir del ingenuo razonamiento de que el anuncio determinaba la celeridad del proceso.
Es decir, el cubano promedio pensó que a estas alturas del siglo XXI, La Habana estaría inundada de productos y negocios Made in USA, sin descontar la avalancha de turistas repartiendo regalos y generosas propinas en los cafetines que han crecido entre las ruinas y las cuarterías donde cientos de familias mantienen su tenaz enfrentamiento a la escasez de casi todo lo humanamente necesario.
Hay que tener en cuenta para cualquier análisis objetivo sobre la problemática cubana, la mentalidad de rehenes, no exenta de lógica, que prevalece en las generaciones crecidas bajo el paraguas de esa mezcla de revolución del retroceso, ¡vaya paradoja!, socialismo cuartelero y república bananera.
Por este motivo fue que el acontecimiento de enterrar las hachas de una guerra, más retórica que real sobre todo después de la Crisis de Misiles, en 1962, fue percibido en un principio, como una maniobra redentora y no como parte de un arreglo político que tiene como base el pragmatismo y la solución a largo plazo.
El pueblo cubano espera desde hace mucho tiempo por un salvador, allende las fronteras. Muchos todavía creen que el único dispuesto a ejercer ese rol habla inglés y habita en la Casa Blanca.
Con Obama creció como la espuma esa creencia. Algo similar sucedió con sus antecesores sin dejar de destacar la diferencia, sobre todo con las administraciones republicanas, que lo hicieron a través de una confrontación, a la postre fallida y muy beneficiosa para la dictadura en cuanto a la facilitación de espacios de legitimidad internacional a costa de un eficiente diseño propagandístico, reforzado con el óptimo aprovechamiento de circunstancias históricas, políticas y geográficas.
Visto y comprobado, el actual presidente estadounidense no es el salvador que esperan la mayoría de los cubanos.
Al menos mi vecino está convencido de que es así. Durante la conversación no cesó de expresar sus resentimientos contra el mundo, incluido Estados Unidos, por apoyar a una de las dictaduras más longevas de la historia contemporánea.
En el intercambio, que bien podría considerar un monólogo, pude advertir sus simpatías por la anexión. Para él, la única forma posible de arreglar el desastre económico y social causado por décadas de centralismo y control represivo es poniéndose bajo la soberanía de la superpotencia.
Traté de explicarle algunos detalles sobre su decisión sin éxito.
“La alternativa es irme, antes de que se me acabe la juventud y la Ley de Ajuste Cubano desaparezca”, me dijo con un gesto que anunciaba su retirada.
Antes de despedirse me dijo que la presencia de Obama en La Habana solo beneficiaría al general-presidente.
Fue inútil convencerlo para que matizara sus criterios con algún hálito de esperanza
Finalmente se marchó con la certeza de que no hay ni habrá salvadores para Cuba en la majestuosa residencia de Washington y de que el castrismo es eterno.
(Publicado originalmente por Cubanet el 18/02/2016)