Nicolás Águila, "El profe" para quienes, aunque sea a distancia, siempre estamos aprendiendo con él, es un hombre sabio, tanto, que carece de ínfulas y desconoce la pedantería. Sus expresiones, libres y sazonadas con la fina ironía de quien viene de regreso de casi, casi todo, se adueñan de este espacio de cubanos para cubanos, aliñadas con el gracejo isleño y el salero castizo de los balseros emocionales que hemos ayudado a pulir las aceras de La Gran Vía madrileña.
¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Fue una tarde en el agromercado de Santos Suárez, esperando la papa. Éramos una multitud. En su mayoría amas de casa o abuelitas ansiosas que ese día quizá no tuviesen nada que poner en la mesa. Al cabo de unos veinte minutos llenaron aquellos depósitos que parecían abrevaderos de vacas y retiraron la soga que impedía la entrada. Fue como un toque a rebato. La jauría humana se abalanzó en estampida. Y yo me quedé inmóvil, como estupefacto, mirando a distancia crítica aquellas papas con pegotes de fango que daban tanta grima como la "molotera". Aunque me sangrara la úlcera, me negué a abrirme paso y competir con aquellas señoras que luchaban a codazos la comida de sus hijos y nietos. Daba tristeza y rabia a la vez ver a un pueblo degradado por un sistema ineficiente e inhumano. Me di la vuelta, salí del agro, me fui a la casa y me tomé un vaso de agua con azúcar para aliviar ese dolor que llaman “prepandrial”, tan bien conocido por los ulcerosos. Ese día decidí dedicarme "fulltime" al forrajeo intensivo y largarme de Cuba tan pronto me fuera posible. Esta experiencia en el agro tal vez haya sido una metáfora, una especie de resumen o síntesis vivencial, de la sordidez del paisaje urbano tras los primeros embates del periodo especial. La vida se nos hizo totalmente insoportable en la Isla del Marabú, una vez perdidas las esperanzas de lograr un mínimo de aperturismo tras el atrincheramiento numantino en la clausura de lV Congreso del PCC, a fines de 1991. A esas alturas, no me cabía la menor duda de que aquello iba para largo. Un médico amigo mío, que se suicidó de tanto esperar y no aguantar más, lo formulaba en su jerga clínica: “Cuando se entra en fase aguda, existen tres vías de resolución: la recuperación, el fallecimiento o la cronificación. Esto no se recupera ni perece a corto o medio plazo; se vuelve crónico”. Y, en efecto, la cronicidad dura ya 30 años contando desde el año memorable de 1989.
Pude largarme de Cuba en 1993. Ya por entonces autorizaban los viajes al extranjero con carta de invitación. Pero irme era un viejo anhelo que se remontaba a la adolescencia. Fui reclamado por un familiar en Estados Unidos a raíz del éxodo de Camarioca en 1965. Presenté los papeles, como se decía en la época. Saqué pasaporte y hasta me hice un traje a la medida, pues en los Vuelos de la Libertad el régimen exigía ir vestido formal y presentable. Mas enseguida tendieron la trampa de la edad militar. De modo que, como tantos varones de mi edad, quedé atrapado en Cuba y marcado como desafecto. Con lo cual no pretendo ni mucho menos presentarme como la gran víctima. Yo padecí, más o menos, los mismos maltratos, las mismas humillaciones y prohibiciones absurdas, la misma represión política, que el resto de mi generación. Tuve amigos y hasta compañeros de la secundaria que contaron con mucha menos suerte y sufrieron cárcel por “intento de salida ilegal” y por pintadas anticastristas. Yo hasta pude librarme del servicio militar.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Tras mi salida de Cuba, encontré la libertad, que era lo que buscaba y fue lo que encontré. He vivido sucesivamente en Brasil, España, Estados Unidos y de nuevo en España, donde me he afincado finalmente con mi familia. Descontando los apuros iniciales del emigrante y las angustias inevitables del exiliado, en estos tres países me he sentido respetado como nunca lo fui en Cuba. Aprendí a “viver e não ter a vergonha de ser feliz”, o sea, a vivir sin avergonzarme de ser feliz, como propone el emblemático samba de Gonzaguinha. A lo que cabría agregar: y vivir sin miedo de vivir.
¿Qué encontraste?
La vida del exiliado puede tener sus momentos amargos, pero en general es enriquecedora. Emigrar a los 41 años, como en mi caso, resulta más duro aún. El proceso de adaptación —los sociólogos le llaman proceso de aculturación-deculturación— es sin dudas más doloroso, especialmente si se tiene que hablar en otra lengua, además de aprender otros usos y costumbres, otros códigos de convivencia. Sin embargo, vale la pena enfrentar el reto. Al final, uno sale enriquecido desde el punto de vista vivencial o cultural e, incluso, lingüístico.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Y lo más importante, en el exilio uno se ha sentido ciudadano por primera vez y ha dejado de ser súbdito del absolutismo de una tiranía con ínfulas monárquicas. Se es libre, sin tener que preocuparse de la vigilancia de un vecino chismoso, sin tener que darle cuentas de tus actos a ningún representante del poder, sin ser presa del terror político. De modo que uno puede trazarse su proyecto de felicidad personal, triunfar o fracasar responsablemente, según toque. Y elegir no sólo a los gobernantes, sino también qué comer, cómo vestir y dónde vivir, de acuerdo con las posibilidades de cada cual. La capacidad de elegir entre distintas opciones da la medida de la libertad que se disfruta. Cuantas menos opciones se tienen, menos libre se es. Si se tiene una sola o ninguna, entonces se es siervo o esclavo, como en Cuba.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Pudiera decir que he encontrado la patria fuera de mi país, si nos atenemos a aquella máxima de que la Patria está donde uno se siente a gusto (ubi bene, ubi patria). Mas en mi caso no es así. La Patria sigue siendo una pesadilla recurrente. Despojando el término de las connotaciones decimonónicas o demagógicas que tanto asustan a los progres posmodernos, la Patria es el país donde uno nació y se crio, donde empinamos el papalote y jodimos la pita. Más allá del congrí con lechón y yuca con mojo, amén de otros estereotipos, la Patria es esencia y genoma. Y si no la asumes la somatizas.
¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Le podrás llamar isla, nación, ese país, paraíso perdido, tierra del marabú o bayú de Margot. Suma, resta y divide, multiplica, estornuda y sigue siendo Patria, ya no le busques más, que no hay vuelta de hoja ni trampa que te valga. La Patria te persigue como una maldición, no importa que te muestres bacán y papichuli, gallito posmoderno o light posnacional. La Patria es una llaga que nunca se te cura. Es eso y lo demás.
"Anda y dile así: dile que pienso en Ella… aunque Ella, no piense en mí.