El recuerdo de Sabor eterno, libro de Emilio Ballagas editado en 1939 y reseñado por el joven Octavio Paz al año siguiente, va a acompañar a éste hasta la ancianidad. En abril de 1996, cincuenta y seis años después de la publicación de su reseña, Paz es invitado por la Feria Internacional del Libro de Miami a ofrecer una noche de poesía en compañía de Czeslaw Milosz y Derek Walcott. La invitación incluye, en su caso, una velada posterior con un grupo de poetas cubanos exiliados que leerán versos y lo escucharán, además de leer algunos suyos, hablarles. Paz lamentará la ausencia de Eugenio Florit, residente en la ciudad pero nonagenario y demasiado frágil para desplazarse hasta el lugar donde tenía lugar el encuentro, y celebrará a Cuba a través de Ballagas, destacando la sensualidad de un pueblo capaz de atribuirle un sabor a la eternidad.
La noche desembocó en el más concurrido de los restaurantes cubanos de Miami, donde no sé cómo olvidé recordarle, cuando ya departíamos entre un grupo de amigos y platos de sabores efímeros, algo que quizás le hubiera divertido: la presencia de esa intuición de Ballagas –testimonio de un diálogo entre lo fugitivo y lo que permanece, según Paz-- en el cancionero popular mexicano, la posible existencia de un regusto imperecedero. La popularidad de Sabor a mí, bolero compuesto por Álvaro Carrillo en 1959, traspasó las fronteras de México y se extendió a Japón, donde debe de haber evocado el sabor umami, esa palatabilidad misteriosa, producida por el ácido glutámico, que prolonga cualquier gusto agradable, entre ellos, supongo, el gusto de los cuerpos (poesía de sudor, llamó Paz a ciertas manifestaciones de la cubana, atraído por su carnalidad):
El cancionero mexicano no había sido sordo a la polifagia del cancionero cubano, donde los intérpretes, antes de persuadir al oído, persuaden al paladar mencionando cosas relacionadas con él, voceándolas más bien, ¡azúcar!, ¡salsa!, porque saben que la gente sabe --en ambas acepciones del verbo saber-- y esos intérpretes quieren que su actuación devenga en banquete.
El primer poema de Sabor eterno se titula Canción. De no haberse publicado veinte años antes de que el bolero de Álvaro Carrillo recorriera el mundo cabría suponerlo inspirado por éste:
Canción que llega volando
y que volando se irá,
para llegar a otro labio
que a cantarla volverá.
Siempre distinta y la misma:
sin querer estar callada
en el aire, ni quedar
presa en el labio. Canción
que trae el sabor que tuvo
otra boca en que latió,
y se lleva sabor mío.
¡Eterna y nueva canción!
Tampoco se me ocurrió preguntarle a Paz si había leído Cielo en rehenes, libro posterior a Sabor eterno donde Ballagas clama por el más sabroso de los aperitivos que puede ofrecer la eternidad, la muerte, cuyo gusto adivina conforme con el producto cuya exportación hizo merecedora a Cuba de un sobrenombre a la medida de su debilidad por los postres, “la azucarera del mundo”:
Las calaveras de alfeñique que se consumen en México por el Día de Muertos deberían confeccionarse y consumirse en Cuba, pero todos los días del año. Olvide La Habana, me dijo Paz en cierta ocasión. Recalcando: Eso se acabó. Los ojos de azúcar quemada que se abren en su poema Cuerpo a la vista, recuerdan esas calaveras de su país. Y recuerdan esa voracidad de los sentidos que se disfruta en su poema Blanco, color por antonomasia del azúcar:
El andar voluptuoso de María Belén Chacón atrajo al joven Paz porque en ese acompasamiento se explayaba un saber, no importa si instintivo: el saber de la criatura dotada de formas que al moverse exigen un ritmo para no ser menos que los astros y, moviéndose, producir una música comparable a la de ellos. La eternidad anhelada por Ballagas continuó atrayendo al último Paz porque en ella se reconocía un sabor, beneficio del gusto, que es decir la lengua, órgano generador del lenguaje: sensualidad y sabiduría.
Imaginarlo hipnotizado por el bamboleo de este personaje, descubriendo sus instintos reflejados en los espejos redondos y alegres de sus dos nalgas, advirtiendo cómo los versos ritmados de Ballagas reproducían el andar cadencioso de una mujer conforme con una necesidad de ritmo que, además de embargarla, la excedía, me ha divertido siempre. Las ondas concéntricas producidas por ese bamboleo corporal englobaron a Paz y alcanzan este texto, como el eco de una sucesión de sonidos y silencios regulados se sucede en el tiempo-espacio y, acordes con el efecto mariposa, repercuten hasta el infinito. Un golpe de cadera exige otro, y ese otro, un tercero, y el tercero uno más, hasta que la paseante se torna péndulo, y quien la admira, tictac, y el mundo, metrónomo:
El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga “algo”. Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia “algo”, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo”, dice Paz. Ese algo, apenas entrevisto en los años treinta del siglo XX, sería su obra.
La noche desembocó en el más concurrido de los restaurantes cubanos de Miami, donde no sé cómo olvidé recordarle, cuando ya departíamos entre un grupo de amigos y platos de sabores efímeros, algo que quizás le hubiera divertido: la presencia de esa intuición de Ballagas –testimonio de un diálogo entre lo fugitivo y lo que permanece, según Paz-- en el cancionero popular mexicano, la posible existencia de un regusto imperecedero. La popularidad de Sabor a mí, bolero compuesto por Álvaro Carrillo en 1959, traspasó las fronteras de México y se extendió a Japón, donde debe de haber evocado el sabor umami, esa palatabilidad misteriosa, producida por el ácido glutámico, que prolonga cualquier gusto agradable, entre ellos, supongo, el gusto de los cuerpos (poesía de sudor, llamó Paz a ciertas manifestaciones de la cubana, atraído por su carnalidad):
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor la eternidad.
Pero allá, tal como aquí,
en la boca llevarás
sabor a mí.
yo no sé si tenga amor la eternidad.
Pero allá, tal como aquí,
en la boca llevarás
sabor a mí.
El cancionero mexicano no había sido sordo a la polifagia del cancionero cubano, donde los intérpretes, antes de persuadir al oído, persuaden al paladar mencionando cosas relacionadas con él, voceándolas más bien, ¡azúcar!, ¡salsa!, porque saben que la gente sabe --en ambas acepciones del verbo saber-- y esos intérpretes quieren que su actuación devenga en banquete.
El primer poema de Sabor eterno se titula Canción. De no haberse publicado veinte años antes de que el bolero de Álvaro Carrillo recorriera el mundo cabría suponerlo inspirado por éste:
Canción que llega volando
y que volando se irá,
para llegar a otro labio
que a cantarla volverá.
Siempre distinta y la misma:
sin querer estar callada
en el aire, ni quedar
presa en el labio. Canción
que trae el sabor que tuvo
otra boca en que latió,
y se lleva sabor mío.
¡Eterna y nueva canción!
Tampoco se me ocurrió preguntarle a Paz si había leído Cielo en rehenes, libro posterior a Sabor eterno donde Ballagas clama por el más sabroso de los aperitivos que puede ofrecer la eternidad, la muerte, cuyo gusto adivina conforme con el producto cuya exportación hizo merecedora a Cuba de un sobrenombre a la medida de su debilidad por los postres, “la azucarera del mundo”:
¡Ah, cuándo vendrás, cuándo, hora adorable,
entre todas, dulzura de mi encía,
en que me harte tu presencia. Envía
reflejo, resplandor al miserable!
entre todas, dulzura de mi encía,
en que me harte tu presencia. Envía
reflejo, resplandor al miserable!
Las calaveras de alfeñique que se consumen en México por el Día de Muertos deberían confeccionarse y consumirse en Cuba, pero todos los días del año. Olvide La Habana, me dijo Paz en cierta ocasión. Recalcando: Eso se acabó. Los ojos de azúcar quemada que se abren en su poema Cuerpo a la vista, recuerdan esas calaveras de su país. Y recuerdan esa voracidad de los sentidos que se disfruta en su poema Blanco, color por antonomasia del azúcar:
contemplada por mis oídos
oída por mis ojos
acariciada por mi olfato
oída por mi lengua
comida por mi tacto
Entre saber y sabor sólo hay un gazapo, pero se ignora en cuál de los dos vocablos persiste: la “e” minúscula no es más que una “o” que sonríe, toda boca, vista de perfil; la “o” es una “e” de frente, inexpresiva. Pero se les sabe lo mismo, como todo lo que comparte una etimología. Es de suponer que si todo sabe a algo, todo sepa algo, aunque esa sapiencia no signifique ventaja: Cuba es el mejor ejemplo. oída por mis ojos
acariciada por mi olfato
oída por mi lengua
comida por mi tacto
El andar voluptuoso de María Belén Chacón atrajo al joven Paz porque en ese acompasamiento se explayaba un saber, no importa si instintivo: el saber de la criatura dotada de formas que al moverse exigen un ritmo para no ser menos que los astros y, moviéndose, producir una música comparable a la de ellos. La eternidad anhelada por Ballagas continuó atrayendo al último Paz porque en ella se reconocía un sabor, beneficio del gusto, que es decir la lengua, órgano generador del lenguaje: sensualidad y sabiduría.
María Belén, María Belén, María Belén,
María Belén Chacón, María Belén Chacón, María Belén Chacón,
con tus nalgas en vaivén,
de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey.
María Belén Chacón, María Belén Chacón, María Belén Chacón,
con tus nalgas en vaivén,
de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey.
Imaginarlo hipnotizado por el bamboleo de este personaje, descubriendo sus instintos reflejados en los espejos redondos y alegres de sus dos nalgas, advirtiendo cómo los versos ritmados de Ballagas reproducían el andar cadencioso de una mujer conforme con una necesidad de ritmo que, además de embargarla, la excedía, me ha divertido siempre. Las ondas concéntricas producidas por ese bamboleo corporal englobaron a Paz y alcanzan este texto, como el eco de una sucesión de sonidos y silencios regulados se sucede en el tiempo-espacio y, acordes con el efecto mariposa, repercuten hasta el infinito. Un golpe de cadera exige otro, y ese otro, un tercero, y el tercero uno más, hasta que la paseante se torna péndulo, y quien la admira, tictac, y el mundo, metrónomo:
El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga “algo”. Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia “algo”, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo”, dice Paz. Ese algo, apenas entrevisto en los años treinta del siglo XX, sería su obra.