El 15 de marzo de 1968, dos días después que el autócrata Fidel Castro confiscara definitivamente las últimas 55.636 microempresas que todavía funcionaban en Cuba, Eusebio, 85 años, recuerda que caminaba junto a su padre y dos ayudantes de carpintería al negocio familiar en la barriada habanera de Santos Suárez.
“Dos cuadras antes de llegar a la carpintería, unos vecinos nos dijeron que la policía y los interventores habían armado tremendo aguaje. Como si fuera el negocio de un traficante de drogas, con una cizalla rompieron el candado, y cuando yo llegaba, ya estaban acomodando las herramientas de trabajo y la madera para cargarlas en un camión. Todo fue rápido. Firmé unos documentos que autorizaban el traspaso del local al Estado y regresé a la casa. Lo único que nos dejaron fue los encargos que aun no habíamos entregados”, afirma Eusebio y añade:
“Los interventores nos propusieron que seguiríamos trabajando en la carpintería. A mi padre aquello le pareció una propuesta de un cinismo increíble. Te quitan el negocio y después te quieren contratar como asalariado. El viejo se enfermó. Era el negocio familiar de toda la vida. Cualquier trabajo de carpintería de la zona lo hacíamos nosotros. A los diez años del despojo, en 1978, mi padre falleció”.
Bárbaro, un anciano que espera la muerte en un andrajoso asilo estatal de La Víbora, sentado en un sillón descolorido rememora su etapa de bar Jacksonville, situado en la esquina de Luz Caballero y Milagros, Santos Suárez.
“Aparte del bar, había una fonda que cocinaba la mejor ropa vieja de La Habana. El dueño, que hace tiempo se fue para Estados Unidos, tenía tres trabajadores. Dos cocinaban, uno repartía la cantina a las casas y yo era el barman. Santos Suárez era una zona agradable de la capital. Vivían personas de clase media y también había pobres, pero todos muy educados. En la mañana los jubilados solían ir a tomarse unos tragos. En la tarde la gente que llegaba del trabajo. Los fines de semana aquello se convertía en una peña donde hablábamos de política, negocios y deportes. Mientras, en una victrola se escuchaban”, cuenta Bárbaro, cerrando los ojos, como queriendo atrapar sus recuerdos.
Antes que Fidel hablara el 13 de marzo de 1968, el periódico Granma y la revista Bohemia iniciaron una campaña contra los pequeños negocios, particularmente contra los bares.
"Nos acusaban de ser nidos de borrachos, marihuaneros e individuos que no apoyaba la revolución. Ese discurso lo escuché en un radio que tenía en la barra. Fue larguísimo y anunció el cierre de todos los negocios privados, incluyendo los puestos de fritas. Dijo que los dueños de bares ganaban gran cantidad de dinero. No era cierto. Dejaba lo suficiente para vivir con desahogo. Esos negocitos eran familiares. El dueño era como mi segundo padre. Además de mí, allí trabajaron mi padre y un tío. Yo ganaba 300 pesos al mes, una fortuna entonces, además de las propinas. Después que intervinieran el bar, comencé a trabajar en un bar del Estado en la calle Heredia, donde para buscarte cuatro pesos tenías que echarle agua al ron y joder al cliente”, explica Bárbaro.
Guillermo, economista, considera que la empresa privada es la antítesis del marxismo. "En todas las sociedades comunistas de Europa, China y Vietnam, antes de iniciar su modelo de economía de mercado, se nacionalizaron las grandes empresas extranjeras y locales y los pequeños negocios. Pero los que llevaron las confiscaciones hasta el extremo de decomisar micro empresas fueron la antigua URSS y Cuba. Otras naciones de Europa del Este no llegaron a tanto. Desde luego que fue contraproducente. El Estado no pudo suplir al trabajador privado en gastronomía y servicios. Era un disparate mayúsculo suponer que el gobierno podía administrar con calidad una zapatería”.
Pero los gobiernos comunistas son el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Hagamos historia. La estocada mortal a los pequeños negocios privados fue el 13 de marzo de 1968. Pero la cruzada contra la libre empresa comenzó en enero de 1959. En octubre de 1960, el régimen estatizó prácticamente todas las industrias nacionales que tuvieran más de 25 trabajadores. Con las dos leyes de reforma agraria (1959 y 1963), en el Estado se concentró un volumen de tierra superior al de los grandes latifundios.
En la Cuba antes de los Castro, predominaron las microempresas de uno hasta 10 empleados, las pequeñas (de 10 a 49) y las medianas de 50 a 250. De 2.300 establecimientos industriales, la mitad eran microempresas, lo que demuestra su extensión. Aunque en la década de 1950 las compañías transnacionales llegaron a representar un tercio del total de inversiones realizadas, las microempresas constituían el 45% del tejido empresarial y se estima que los pequeños negocios constituían un 35.7%.
La mayoría de estos negocios eran regentados por personas honestas, visionarias y con espíritu empresarial. Pagaban sus impuestos y competían por ganarse, a base de calidad en sus ofertas, una cuota de mercado.
Por cada empresario corrupto, como el dictador Fulgencio Batista, que era propietario de nueve centrales azucareros, dos refinerías y otros negocios, además de cobrar una jugosa gabela de la mafia estadounidense enclavada en La Habana a través de Meyer Lansky, existían cientos de empresas virtuosas.
El pretexto de Fidel Castro para iniciar sus campañas interventoras era crucificar a los dueños de grandes, medianas y pequeños negocios como delincuentes de cuello blanco y codiciosos capitalistas que extorsionaban al pueblo.
La ineficacia del improductivo sistema socialista ha dejado en evidencia la pésima estrategia castrista. Las estadísticas actuales de producción de centrales, fábricas e industrias estatales son inferiores a la etapa en qué éstas eran privadas.
La propia autocracia, casi 60 años después, implora por una mayor inversión extranjera para poder catapultar la raquítica economía cubana. Existe una realidad contundente: hoy en día el Estado es un monopolio administrado por una junta militar con procedimientos del peor capitalismo africano.
Al igual que hace cinco décadas, cuando Fidel Castro lanzó su Ofensiva Revolucionaria contra bodegas, carpinterías, bares y puestos de fritas, entre otros, en la actualidad el régimen afila la cuchilla fiscal y aceita su maquinaria jurídica para impedir que los ‘cuentapropistas’ acumulen riquezas.
Es una estrategia de contención que la dictadura aplica cíclicamente. Da igual que sea en octubre de 1960, marzo de 1968 o abril de 2018. En el gen del comunismo, un negocio privado siempre será un enemigo. Ni más ni menos.