El gallo acompañó a José Martí tan pronto como el caballo, pero más lejos que éste, lo acompañó a la sobrevida, al punto de que a la más leve convocatoria de uno suele comparecer el otro, y de la manera más conforme a la naturaleza del ave: el canto.
Entre las tonadas que el pueblo cubano cita apenas el infortunado destino de su país enciende la conversación está la “Clave a Martí”, compuesta a finales del siglo XIX y recompuesta a principios del siglo XX, donde se echa de menos la presencia del héroe en medio de las calamidades que sufría la república. La decepción del pueblo cubano ante el rumbo que tomó Cuba luego de alcanzar su independencia, y su desvalimiento ante la ineptitud de sus gobernantes para realizar los sueños que justificaron la guerra, no hallaron mejor caja de resonancia que esa tonada a la que se le adaptó una nueva letra:
Martí no debió de morir,
¡ay, de morir!
Si fuera el maestro del día,
otro gallo cantaría,
la patria se salvaría
y Cuba sería feliz.
Gallo y caballo se disputan la preferencia de Martí en el primer manuscrito suyo que se conserva: una carta escrita a su madre, a los nueve años, desde el interior de la isla. Luego de elogiar su cabalgadura, a la que dice engordar “como un puerco cebón” y enseñar a caminar enfrenada “para que marche bonito”, revela:
Todavía tengo otra cosa en que entretenerme y pasar el tiempo, la cosa que le digo es un “Gallo fino” que me ha regalado Dn. Lucas de Sotolongo, es muy bonito y papá lo cuida mucho, ahora papá anda buscando quien le corte la cresta y me lo arregle para pelearlo este año, y dice que es un gallo que vale más de dos onzas.
Desde entonces el ave va a llamar su atención desdoblada en objetos tan diversos como los alfileres de corbata que lucen algunos miembros del Partido Demócrata de Estados Unidos, que la han adoptado como emblema, hasta algunas figuras que pueblan un parque de diversiones neoyorquino donde las multitudes se cuelgan de un grifo de madera, cabalgan en un gallo, se sientan entre las dos gibas de un dromedario, se montan sobre la cola de un pez, a que les den vuelta en son de música…
El gallo sirve a Martí para censurar a los escritores que padecen “una necesidad vil” de plegarse a la moda: Están casi siempre poseídos del apetito de la novedad, de aquella pobre loca de que habla la Santa Escritura. Pues, por Dios que ya que son hombres, deben serlo; y no que en cuanto asoma uno por el gallinero, con cacareos de gallo triunfante, cresta saliente y colorines de Victoria, ya toda la gallinería se puso en pie, y va tras el gallo, y cacarea como él, y usa sus colores.
Lo que se diga del ave y, más aun, la forma en que se diga no le interesarán menos. Su pasión por el idioma lo llevará a transcribir conversaciones escuchadas en plena selva guatemalteca, destacando expresiones locales que le divierten e intrigan:
--¡Acuérdese, señor! mi gallo estaba despichado, plenamente despichado, mi señor; cuando que viene el otro, que era un gallo de Cobán, un animal florido, de lo que hay de grande, mi señor; le da un pechazo al zambo, y acuérdese que dio mi gallo un grito, dio un volío, sin “naá” de vuelta de gato, y de un tiro, de un tiro solito, lo rajó.
--¡Ah, qué gallo galano!
--Pero acuérdese que le entra una “devanazón”, y fue volteando hasta la cerca de “ño” Chepillo, y cuando lo vine a alzar, ¡acuérdese qué pena! se había degollado por la navaja, mi señor.
--Eso fue que no lo amarró bien el señor Catalino Manar.
--No, mi señor, que yo lo recuré, y quede que lo amarrara mi compadre. Pero ¡acuérdese! que allá tengo en Santiago un pollo giro y el sábado lo voy a traer al desafío con la gallina blanca cobanera; porque mi pollo tiene once alzas, mi señor, y con ese todo gallo es “temagá”.
Martí observa al jinete devenido en cuentero y su lenguaje corporal le resulta tan admirable como su facundia cuando, sueltas las bridas de su montura pero sin descabalgar, escenifica una pelea:
cuenta con ardiente verba los vuelos, arrebatos, ganancias, muertes, tiros de sus animales de sangre de ira y oro. Él extiende los brazos para hablar del “volido” milagroso; él menea la cabeza para imitar la agonía de su tordillo, luego señaladamente, haciendo rueda con ella y con sus manos, para hablar de la “devanazón”, se echa atrás el sombrero, y como quien ha menester más aire y luz, para describir “la pelea a pico”, y recogiendo la brida, como quien vuelve a la existencia natural, y sacudiendo las piernas sobre los costados de la mula, sonríe satisfecho, y saborea con dilatada complacencia su narración, sus recuerdos y sus triunfos.
Muchos años después, en el penúltimo de sus diarios, escrito entre República Dominicana y Haití, los conocimientos y la fraseología de un humilde gallero volverán a cautivarlo. La guerra orquestada por él está a punto de estallar, las preocupaciones lo agobian, pero lo que escucha le atrae demasiado para no anotarlo:
Pilaban arroz, a la puerta de la casa, la mujer y una ayuda; y un gallo pica los granos que saltan. “Ese gallo, cuidao, que no le dejen comer arroz, que lo afloja mucho”. Es gallero Manuelico, y tiene muchos, amarrados a estacas, a la sombra o al sol. Los “solean” para que “sepan de calor”, para que “no se ahoguen en la pelea”, para que “se maduren”: “ya sabiendo de calor, aunque corra no le hace”. “Yo no afamo ningún gallo, por bueno que sea: el día que está de buenas, cualquier gallo es bueno. El que no es bueno, ni con carne de vaca. Mucha fuerza que da al gallo la carne de vaca. El agua que se les da es leche; y el maíz, bien majado. El mejor cuido del gallo, es ponerlo a juchar, y que esté donde escarbe; y así no hay gallo que se tulla”. Va Manuelico a mudar de estaca a un giro, y el gallo se le encara, erizado el cuello, y le pide pelea.--De la casa traen café, con anís y nuez moscada”.
El último de los gallos que ocupa a Martí es cubano. Lo menciona en el último de sus diarios, apenas un mes antes de su muerte, como prueba del poder de la medicina natural:
En un grupo hablan de los remedios de la nube en los ojos: agua de sal –leche del ítamo, “que le volvió la vista a un gallo”.
Las virtudes del ítamo, planta cuyo verdadero nombre es díctamo real, no fueron debidamente aprovechadas por los demás cubanos, que de haberse humedecido los ojos con su látex, hubieran previsto las calamidades que su ceguera política atraería sobre el país.
Que la supervivencia de José Martí hubiera determinado qué gallo cantaría en Cuba a partir de la instauración de la república demuestra hasta qué punto la naturaleza, y de manera especial la fauna, eran sensibles al amor que este hombre les profesaba. En uno de sus cuadernos de apuntes puede leerse:
El canto es luego: hoy es el tono llanto.
Se diría que es cosa del gallo que, según la tonada, no alcanzó a cantar.