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Por culpa de “La Gitana”
de Víctor Manuel yo anduve
descalzo tras una nube
por el cielo de La Habana.
(Anónimo)
No es raro que el hombre se enamore de lo que pinta, porque suele pintar aquello que lo enamora, sobre todo si está fuera de su alcance: lo pinta para alcanzarlo.
Tampoco es raro que pinte aquello que, además de enamorarlo, ha hecho suyo, pero cuya posesión puede antojársele momentánea: hay anhelos de posesión de por vida y hasta de por muerte, incluyen el trasmundo. No lo habitan, lo incluyen: son más grandes que éste.
Entre escribir sobre lo que me ha sucedido y escribir sobre lo que no --y me gustaría que me sucediera— me inclino por lo segundo, para que me suceda. El hombre primitivo descubrió el poder de la magia simpática y de dio a aprovecharlo: antes de irse de caza pintaba un animal en la pared de una cueva, ya fuera muerto por una lanza o malherido por flechas: no era una simple expresión de su aptitud para las artes plásticas o un pasatiempo, era un conjuro; la pintura haría lo imposible por encarnar --nunca mejor dicho-- más allá de sí misma, por trocar la piedra que coloreaba en carne y hueso asequibles al cazador y proporcionarle alimento y abrigo. El hombre moderno practica una magia similar: fija el pensamiento en aquello que desea: lo visualiza. La diligencia favorece la realización de ese deseo.
Más que escribir a partir de la experiencia, escribir a partir de la inexperiencia, para que lo intangible se haga corpóreo, y lo distante se nos arrime, y el apetito halle, si no satisfacción, tregua. Lo experimentado es fiambre; escribirlo o pintarlo, llover sobre mojado. Escribir y pintar para que todo aquello que se da por ilusorio o improbable sea, si no real --en la acepción más mezquina del vocablo--, perceptible, y nuestro; incluso para que todo aquello que no es, y nos parezca que debe ser, sea. No lo que pasó sino lo que debería pasar (o pasarnos).Y hasta lo que no debería pasarnos. La escritura como gancho para atraer aquello que nos engolosina o amuleto contra el mal que acecha, como ese cuchillo que Lydia Cabrera aconsejaba sumergir en una cacerola con agua para abortar tempestades.
Un creyente, un agnóstico y un ateo discutían sobre la existencia de Dios hasta que el primero, apuntándose a la cabeza con el dedo índice, y golpeándosela con la punta de éste, rugió: Si está aquí, existe. Escribir es propiciar que esa existencia se incorpore al mundo sensible, sea menos fantástica a los efectos del incrédulo. Pintar, ídem.
Quien retrata a alguien se hace con alguien, en lo que la frase tiene de apropiación. Quien adquiere ese retrato --si el pintor decide deshacerse de él— no sólo se apropia del modelo sino del pintor mismo. Y quien no es pintor, marchante ni coleccionista pero abriga el deseo de poseer a la persona retratada, de disputársela a sus rivales o forzarlos a compartirla con él en un discreto ménage à quatre, puede hallar consuelo haciéndose con una reproducción impresa de la obra, sin que eso suponga, aunque lo sugiera, una relación de carácter íntimo. La palabra consuelo, ambigua en otros contextos, no entraña un matiz lujurioso en éste.
He hablado a solas con “La Maja” de Goya. He tenido largas pláticas con las Venus de Ticiano. Me he traído una a casa, y vivimos castamente en deleitosa compañía.
José Martí (“Cuadernos de apuntes”)
Que el autor haya tenido que certificar la castidad de esas relaciones evidencia cuán delicados son estos asuntos; que haya preferido cohabitar con una sola de sus confidentes, su desinterés por la promiscuidad.