El próximo 19 de febrero se cumplirán 55 años de la muerte del pintor cubano Fidelio Ponce de León, una de las figuras más importantes de la plástica cubana, quien además destacaría desde edad temprana en el desesperado arte de la dipsomanía, siendo así, junto a Carlos Enríquez y Víctor Manuel, uno de los más señalados malditos en el devenir de la plástica nacional isleña.
Fidelio Ponce de León expuso en numerosas galerías norteamericanas, entre ellas el Delphic Studio, de Nueva York, y otras de Boston y Massachusetts, donde fue aclamado por la crítica especializada.
Por otro lado, el maldito llegó a ganar numerosos premios nacionales e internacionales y participó en múltiples exposiciones en la isla, entre ellas, 300 Años de Arte de Cuba, en 1940, en la que expuso sus óleos Niños, Monja del Mar y San Ignacio de Loyola.
Nacido en Camagüey, en 1895, y muerto en La Habana, en 1949, Fidelio Ponce de León, cuyo verdadero nombre era Alfredo Ramón Jesús de la Paz Fuentes Pons, inicia sus estudios en la Academia de Artes Plásticas San Alejandro, en 1915, pero parece que nunca llega a terminarla por su carácter bohemio y entrega a la disipación, por lo que se dedica a darles clases de pintura a los niños pobres en los pueblos aledaños a La Habana, a pintar anuncios para películas y cigarros, entre otras muchas faenas alimentarias, y a vagabundear por las ciudades y lo más perdidos pueblos de la polvorienta geografía insular.
Para 1930, Ponce de León era ya un alcohólico famoso y enfermo de tuberculosis, que logra organizar una exposición personal de óleos y dibujos en el Lyceum de la Habana, y que cuenta por otro lado con una obra dotada de óleos determinados por una mezcla fascinante de figuras alargadas, abstracciones que tocaban temas de religión, de enfermedad y de muerte; luego, en 1934, expone con éxito su pintura Paisaje en el XVII Salón de Bellas Artes de la capital cubana.
Por ese tiempo pinta también Tuberculosis y Beatas, ganadora de uno de los premios de la Exposición Nacional de Pintura y Escultura de 1935, y obtiene reconocimiento y prestigio en su carrera al punto de que, en 1944, su pintura San Ignacio de Loyola participa en la exposición de Pintores Modernos Cubanos en el Museo de Arte Moderno de New York.
Así, también expone en el Palacio de Bellas Artes de México, en 1946, en la Segunda Exposición de Pintores Cubanos en el Mueso de Bellas Artes de Buenos Aires en el mismo año y, en 1947, en la exposición: Cuban Modern Paintings in Washington Collections.
Ponce de León viene a sentar pautas en la plástica isleña a los 39 años, con su obras Dos Mujeres, 1934, y La familia está de duelo, 1934, obras que conmueven por su fuerza expresiva, por una técnica que sabe expresar la angustia existencial en medio de una generación que ha encontrado, en la luz del trópico y en el vivo colorido, las marcas de identidad del arte pictórico cubano y caribeño.
Hay que decir que una enfermiza fantasía desborda, no ya la obra de Fidelio Ponce, sino también su vida, que parece transcurrir entre una inmersión en el inconsciente y la otra, entre un delirio y el otro, entre un bar y el otro, entre una borrachera y la otra; una vida fragmentada no ya por los avatares del diario devenir, sino por los avatares del inframundo manifestado como la única realidad si no posible, al menos sí soportable.
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Sólo así, quizá, pueda el artista alumbrar una obra como Tuberculosis, de espectros estilizados, alargados hacia la evanescencia, espiritualizados, pétreos, putrefactos, terracota fusionándose con la nada, con el todo, indeterminados o determinados por la sombra, entes que han pactado con la muerte, que van hacia la muerte o vienen a visitarnos desde ella, seres convocados por una misa negra en torno a una calavera, que van hacia la calavera o vienen de ella y, junto a la calavera, dos botellas de alcohol; el alcohol como modo seguro, lento pero seguro, de arribar a la muerte; el alcohol como modo seguro, lento pero seguro, de evadir la inminencia de la muerte.
Su obra en general es fundamentalmente monocromática, habitada por seres de rostros sombríos y poco delineados, su temática es no ya sobria sino triste y, a veces, terrible. Usa abundancia de blanco cadmio al que mezcla de manera ligera con ocres y cienas. Por momentos, su dibujo está conformado en majestuoso trazo, a la altura de los grandes maestros italianos del Renacimiento y, por momentos, se diluye y pierde en fondos que se resuelven de forma magistral.
En tiempos en que el academicismo junto al pintoresquismo localista era lo que predominaba en las artes plásticas de la isla, Ponce de León fue el primero en abrir la brecha que llevaría a las artes nacionales por los vericuetos de la vanguardia pictórica. Así el marginal, el errante, el vicioso, el maldito en suma, el niño que con sólo 8 años, tras la muerte de su madre y un infructuoso intento de relación con su madrastra, se distanció de su padre, quien cubría las crónicas religiosas en la prensa local, y que pasa entonces a vivir con sus tías, solteronas de fuerte religiosidad y vida introspectiva, quienes no dudarían en inscribirlo en las Escuelas Pías, espacio que terminó por marcar en él un mirar franciscano del entorno, del entorno como un ensueño, sienta sin dudas el sin par precedente de un antes y un después de manera que, a partir de su aparición en los predios de la plástica ya, nunca más, la pintura cubana sería la misma.
Y si la luz en la isla es un fogonazo blanco, una expansión acerada, luz que en el bochorno del estío al mediodía en punto se transmuta en un fluido espeso, lechoso, de leche aplomada, semen del demonio que ahoga, manando, mandando implacable sobre el mundo insular, haciendo sucumbir todo lo vivo, convirtiendo a sus habitantes de campos y ciudades en espectros, seres macilentos que deambulan y se pierden en la niebla sin nombre de la luz, Ponce de León pinta desde el centro de esa hoguera sin fin y sin piedad que sería la isla, isla al hervidero del sol, hervidero infinito, con esa aguda mirada suya que le permite plasmar la angustia del paisaje humano sumergido en la asfixiante asepsia de la luz que desdibuja y ennegrece los contornos de la gente, gente leve y ocre, como leves y ocres son los días de sus vidas.
Así, ajeno al verde refulgente de los campos cubanos, a los dorados atardeceres marinos, a las mulatas de rumba y grupa alzada, al rumbo de los caballos en la pradera y las sombras mansas del arroyo de la sierra que recorrían la pintura nacional de su tiempo, el arroyo de la tierra me complace más que el mar, ya se sabe, Ponce hizo suyo todo el mediodía de la isla, esa inquietante sospecha de no existir; esa inquietante sospecha del infierno. Isla infinita. Infierno seguro. Sol bueno y mar, mal de espuma en el fondo; en el trasero.
Pero, reconozcamos de una vez, que para que un pobre hombre hiciera suyo todo el mediodía de la isla, para habérselas con esa inquietante sospecha de no existir, con esa inquietante sospecha del infierno, para sentir el vaho del infierno en la nuca, no podía hacerlo a palo seco, a pecho enteco descubierto, no pidamos peras al olmo, sino a golpe duro de aguardiente luminiscente, luminiscente como el acerado fogonazo del mediodía en punto; ese pobre hombre, ese infrahumano, ahora famoso pintor, para hacer eso, para habérselas con eso, tenía que estar a solas, a solas con su espíritu que, obnubilado y encendido, se monta y dispara sobre una escopeta de alcohol alargada hacia la eternidad.