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"Que morir por la patria es morir..."


El autor comenta las dificultades que enfrentan algunos cubanos al entonar el “Himno Nacional” de su país e intenta encontrar una explicación para ellas.

La línea divisoria entre la vida y la muerte suele ser borrosa. Hay quien no cesa de cruzarla y lo ignora. U olvida la diferencia entre un lado y el otro. Su presencia puede ser ilusoria; su ausencia, una presencia indocumentada. No en balde tantos cubanos trastocan la letra de su "Himno Nacional":


Al combate corred, bayameses,
que la patria os contempla orgullosa,
no temáis una muerte gloriosa,
que morir por la patria es vivir.

En cadenas vivir es vivir
en oprobio y afrenta sumidos…


Por muy familiarizado con el texto que esté el que canta, al llegar a los versos cuarto y quinto y prestar atención a lo que otros compatriotas vocean a su alrededor, el temor a equivocarse lo domina, las ideas se le embrollan, el "vivir" se le antoja harto insistente y, en un afán desesperado de precisar lo que la memoria ofuscada le sugiere, trastruecan el sentido de la segunda estrofa rehaciendo su primer verso con una muerte que no estaba prevista pero que, de repente, se le antoja la opción más sensata: En cadenas vivir es morir…

Nada debe reprochársele: los cuatro versos anteriores, ésos que acaba de entonar con bastante exactitud, son poco menos que autosuficientes; encierra, cada uno, una idea que no espera por el próximo verso para completarse. Sólo ese quinto, anómalo, demanda que se le encadene al oprobio y la afrenta inmediatos. El atolondramiento cunde entre la multitud afligida o belicosa; las discrepancias entre las versiones de ese solo verso restan brío a su articulación coral -en cadenas vivir es morir, en cadenas morir es vivir, en cadenas morir es morir--; nadie se hace responsable del error que avergüenza a todos y no son pocos los que miran en torno con una mezcla de presunción y fastidio, como salvaguardando su inocencia y buscando a los torpes que han trafulcado la ilustre letra, mientras vida y muerte reafirman su paridad, su naturaleza de fenómenos intercambiables.

No fue Friedrich Nietzsche el primero en anunciar la supuesta muerte de Dios, pero sí quien difundió la noticia con mayor vehemencia: Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado… No satisfecho con proclamar la noticia en un libro, "La gaya ciencia", y quién sabe si molesto por el arte de resucitar del finado, volvió a proclamarla en otro, "Así habló Zarathustra".

Entre los que han maldecido y los que han aclamado al filósofo no falta un cubano precavido que, oculto en el anonimato y consciente de esa dificultad para distinguir entre la vida y la muerte que le revelara su himno, optó por una posición intermedia y ya a finales del siglo XX redactó los versos que transcribo. La composición revela una prudencia rara entre nosotros, artífices de una nación borrascosa, menos empeñada en aniquilar a Dios que en aniquilarse a sí misma:

Aunque diga en alta voz
¡quién vive! y nadie responda,
yo sé bien que alguien me ronda
y le pregunto por Dios.

Las noticias, francamente,
no puede ser más austeras:
Dios ha abierto las fronteras
de la Nada al siglo XX".


Dios, no se sabe por qué
--dice el periódico "El Mundo"-,
ha demostrado un profundo
desprecio por lo que fue.


El "Osservatore" ha sido
más travieso que prudente:
Dios consulta diariamente
el "Manual del Distraído".


En México, "El Nacional"
opina que Dios descansa
o está preso, bajo fianza,
del Árbol del Bien y el Mal.

Las nuevas más insensatas
vienen de Estados Unidos:
Hay muertos que no hacen ruidos
porque andan en alpargatas.


Tendré que bajar la voz
cuando pregunte quién ronda,
no vaya a ser que responda:
soy el fantasma de Dios.

La certeza de que vida y muerte no se excluyen sino, más bien, se entrelazan y hasta suelen ser indistintas, abarca desde la alta cultura hasta el folclor de la isla: tan pronto puede rastrearse en la obra de José Martí --que abundó en esa simultaneidad de manera obsesiva-- como en el cancionero popular. Del primero, que en "Versos sencillos" admite tener un esqueleto por ayuda de cámara y gozar de la visita frecuente de un difunto a quien, luego de oírle cantar, ayuda a dormir, escojo una aserción: Yo que vivo, aunque me he muerto. Del segundo, un título: "El muerto se fue de rumba".

La turbación que embarga a más de un cubano cuando entona su "Himno Nacional" y desemboca en su quinto verso -en cadenas morir es vivir-- no es resultado de una falta de familiaridad con ellos sino de una propensión lógica a no hacer distingos entre el Valle de Perséfone --deidad griega de ultratumba, reina del más allá-- y el Valle de Viñales o de Yumurí. Lógica por bien fundada: la palabra Cuba puede ser una deformación de la palabra Coaybay o estar emparentada con ella, ambas voces son indoantillanas, y Coaybay significa, según el fraile Jerónimo Ramón Pané, compañero de Cristóbal Colón en su segundo viaje, casa de los muertos. En esta casa vive -es un decir-- el cubano.

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