Vladimir Putin aclaró tajantemente que su país no pensaba reabrir las operaciones de inteligencia electrónica de la base “Lourdes” cercana a La Habana. Eso era lo predecible. Meterse de nuevo en la cama con los Castro no tenía sentido. No debe olvidarse que Putin llegó al poder de la mano de Boris Yeltsin para que completara el entierro del comunismo, no para revivirlo.
Las instalaciones de espionaje creadas en Cuba en 1964 fueron abruptamente clausuradas en octubre del 2001 por órdenes del propio Putin. Esa acción no se la perdonaron Fidel Castro ni los viejos kagebistas nostálgicos del comunismo, como su exjefe el general Nikolai Leonov, quien así lo manifestó en una entrevista concedida hace algunos años a los medios rusos.
En agosto de 1991 el KGB urdió un golpe político-militar para liquidar a Mijail Gorbachev y su política de reformas. A las 24 horas de iniciado el movimiento subversivo, Vladimir Putin, teniente coronel del KGB, renunció a su cargo y se situó junto a Boris Yeltsin, el hombre que hizo abortar el coup d´etat.
Aunque Putin no tenía mucha importancia dentro de la inteligencia, sus excompañeros lo vieron como un traidor, pero en el bando de Yeltsin lo aceptaron como un buen aporte a la Rusia que huía de su pasado bolchevique.
Casi una década más tarde, el 31 de diciembre de 1999, Yeltsin, enfermo y alcoholizado, renunciaría a la presidencia del país dejando a su discípulo Vladimir Putin al frente de la Federación Rusa con la secreta tarea de que le cuidara las espaldas y lo defendiera de las (fundadas) acusaciones de corrupción.
Juntos, con perdón, habían armado la de Dios es Cristo. Enterraron la URSS, disolvieron el Partido Comunista, privatizaron con amiguetes el aparato productivo, renunciaron al colectivismo y a la planificación centralizada, y transformaron los servicios de inteligencia.
Yeltsin y Putin sabían que Fidel Castro era un estalinista irredento. Y lo sabían, porque al desertar el embajador (interino) cubano en Moscú, Jesús Renzolí, quien escapó vía Finlandia con la ayuda del diplomático costarricense Plutarco Hernández, reveló que algunas de las conversaciones conspirativas para restituir la dictadura marxista-leninista en la URSS se habían llevado a cabo en la embajada cubana en Moscú.
No obstante, la base de Lourdes permaneció abierta durante la década en que gobernó Yeltsin. Pero Putin, a poco de asumir el poder, la cerró, y lo hizo tan sorpresivamente que Fidel y Raúl Castro se enteraron por la prensa de la decisión del nuevo líder ruso, propinando un durísimo golpe a la vanidad de ambos personajes.
Sin embargo, la desilusión mayor fue la de Raúl Castro. De los dos hermanos, era él quien siempre había admirado más a Rusia, al extremo de llenar su antedespacho de fotos de mariscales y líderes militares soviéticos. Incluso, llegó a declarar, en el juicio-pantomima que organizaron para asesinar al general Arnaldo Ochoa y otros tres oficiales, que él, Raúl, era, en realidad, “un ruso del Caribe”.
En definitiva, ¿qué buscan Raúl Castro y Vladimir Putin en esta etapa de las relaciones entre ambos países?
El cubano busca armas para renovar su herrumbroso arsenal de los años ochenta, plantas eléctricas, una línea de crédito e inversiones en las elusivas prospecciones petroleras. Ofrece como garantía los petrodólares venezolanos –su permanente fuente de financiamiento--, pues nada tiene para exportar a Rusia, incluidos los médicos cubanos, innecesarios y muy poco respetados en ese país.
El ruso, por su parte, anda a la captura de mercados para sus cachivaches, especialmente armas, para lo cual –y ésta es una reflexión del sagaz político boliviano Sánchez Berzaín—le conviene arreglar cuentas con Raúl Castro, porque se trata del godfather de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, y mantiene unas magníficas relaciones con Argentina, Brasil y Uruguay. Aunque pobre, desorientado y andrajoso, Raúl, paradójicamente es el director del circo y el domador de los enanos.
Hace muchos años, cuando conocí a Boris Yeltsin, le escuché expresar su temor a que el KGB le paralizara el corazón con unas ondas de radio que producían fibrilaciones. Yeltsin no quería nada a Castro.
Ignoro si Vladimir Putin ha controlado a sus excompañeros o si cree que ya pasó el peligro. Tampoco sé lo que realmente piensa de los dos hermanos Castro, pero intuyo que no es nada bueno. Fue en Moscú, en esa época, cuando escuché una expresión llena de desprecio hacia Cuba y el comunismo tercermundista: “mendicidad revolucionaria”. Putin no quiere saber de eso nunca más.