En el comunismo no se elige, se hereda el poder como mismo han de cumplirse las órdenes del dictador de turno, ya sea por miedo, adoctrinamiento o contubernio. De lo contrario no hablaríamos de totalitarismo. Y en el caso de Cuba, como le gusta recordar a mi colega Pedro Corzo, impera el más perfecto de los totalitarismos: el marxismo. Seis décadas afectando no sólo a los cubanos.
La más antigua, desvergonzada y deprimente dictadura de la región, estrenó con Miguel Díaz-Canel el sainete de la sucesión dinástica, publicitada por Raúl Castro y apoyada por la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, bajo la consigna de que “Cuba es una democracia de partido único”. Etiqueta tan falsa como criminal, construida para garantizar la continuidad del comunismo caribeño. El segundo Castro hizo casi lo mismo que hiciera con él su hermano mayor, Fidel Castro, cuando obligado por el deterioro de su salud le nombró de un dedazo como nuevo “presidente”.
La diferencia entre los Castro y Díaz-Canel es que el segundo jamás será el dueño de todos los poderes, por un pequeño gran detalle: no se apellida Castro. Lo cual le obliga a ser, en buena medida, un títere de la funesta familia, aún comandada desde la sombra por el dictador en jefe, Raúl Castro, y regentada por los jóvenes Castro, globalizados y posmodernos, apuntalados desde hace rato al frente de los más poderosos organismos y las empresas más ventajosas del país, desde donde les conviene seguir administrando tranquilamente esa finca nacional que es Cuba, hoy en una fase superior, cada vez más lubricada y desvergonzada, del capitalismo de Estado.
Ya no hace falta, ni es oportuno en estos tiempos, designar “presidente” a uno de los herederos sanguíneos de la corona para que no caiga el imperio Castro. ¿Cuánto puede cambiar, o poner en peligro, la aceitada maquinaria del camuflado capitalismo de Estado que impera en la isla desde hace tantas décadas? ¿Se necesita un Castro en la presidencia para mantener o perfeccionar el castrismo? Mientras su sistema se mantenga, la familia Castro no precisa estar en el centro del plató: seguirá gobernando como intocable y temible régisseur. Esta es la esencia del neocastrismo, de la posmonarquía que acaban de instituir, y que el mundo aplaude con vanas esperanzas, palmas o silencios.
La nueva figura o figurín del castrismo no actuará jamás como árbitro y defensor de las libertades y derechos de la gente, sino como juez y parte del macabro juego totalitario que no se basa en otras reglas que en prohibiciones y carnadas, en falsas ilusiones y en migas para la obediencia. Y donde a los de a pie les es imposible crear riquezas, tan sólo malvivir de la igualitaria repartición de miserias económicas y espirituales lanzadas al cubo de cangrejos de una sociedad gravemente enferma. En el mantenimiento de esta ecuación ruinosa radica la riqueza del régimen.
La cúpula, como siempre, se ha repartido fríamente una nación cada vez más destrozada, maniatada, formalmente adoctrinada y esclavizada por la familia Castro, y por sus cómplices, como Díaz-Canel, lacayo en jefe del zarismo neomarxista. La triste realidad es que los cubanos llevan más de seis décadas sin poder elegir a un presidente, ni elegir nada que no sea entre una y otra imposición, una y otra farsa. Lo espantoso, en tiempos de democracia, es que la democracia como herramienta, incluidas sus elecciones, es insuficiente en una dictadura.
Venezuela lo demuestra cada año con su récord de elecciones en las que el castrochavismo (versión venezolana del castrismo) ha ganado a la corta o a la larga. No vernos los cubanos en ese espejo terrible es un acto de inocencia, fanatismo, desenfreno o confabulación.
Si en Cuba, al igual que en la intervenida Venezuela, no se desencadena una verdadera y urgente intervención humanitaria contra la dictadura, los ciudadanos seguirán sufriendo, escapando los que puedan, y muriendo, en lo que llega el cambio ilusorio por la vía democrática. Los llamados socialismos del siglo XXI han confirmado que la vía democrática es su entrada al poder, pero no su salida.