Hasta que llegué a vivir en Cataluña, en mi vida no me habían felicitado un día como hoy. De hecho, ni de San Jorge ni de San Ignacio de Loyola se acordaban en Cuba.
Soy de una generación que, aunque llevaba dos nombres –el de los padres y el que tocaba por el santoral católico–, creció con un calendario diferente al resto del mundo, marcado por fechas patrióticas y/o "revolucionarias"; fechas comunistas pero más que todo fidelistas. Un capricho que nos envolvió durante años hasta que pudimos salir de la isla y conocer otro mundo.
Por eso, al llegar a Barcelona tuve que asumir las felicitaciones cada 23 de abril, muy asombrado al principio, hasta que me acostumbré. Este día mi teléfono móvil se inundaba de textos y llamadas. Es una de las fechas –por no decir la más– importantes de la cultura catalana, y yo en medio de todo eso sin comerlo ni beberlo, solo por el hecho de llamarme Jorge, que allí se traduce como Jordi.
Debe haber dos millones de Jordi por allá. Es el símbolo de un valiente jinete que vence a un dragón defendiendo a una doncella. Mi vida, por tanto, estaba destinada a cambiar. Pero hay que decir la verdad: No tuve la suerte del caballero aquel.
El resto del año nadie se acordaba de mí.
Sé que es un clásico esta fecha y por tanto nunca me lo tomé tan en serio. De todas maneras, y aunque no tenía problemas de autoestima, me servía como referencia este día para relativizar las cosas.
Algún libro caía en mis manos por San Jordi, y yo, en cambio, cuando tuve una relación más seria, me sentía en la obligación de regalar una rosa. Ese día costaban carísimas y, de olvidar el compromiso en buenas condiciones de tiempo, solo la encontraba al final de la jornada en unos puestos de gitanos que te sacaban la vida con la compra de una flor.
Pero, total, era una tradición bonita.
A mí lo que más me costaba, y todavía me cuesta, era compaginar la tradición –y esa feria andando en Las Ramblas y en todas partes– con el cumpleaños de mi padre. Ya no era siquiera pensar en todo el montaje comercial de la rosa, el libro, la muerte de Cervantes, el dragón y las banderas catalanas; era que luego mi padre murió y mal llevaba yo ese sentimiento abrumador.
De vuelta a las Américas pero –por ahora– no precisamente a Cuba, el Facebook se encarga de las felicitaciones y de la doncella, la rosa, el libro y el dragón. El teléfono descansa porque mi nuevo número no está en los circuitos catalanes.
Pero el tema del "viejo", mi padre, sigue ahí sin resolverse. Murió lejos de mí. No lo pude enterrar "en condiciones", como dirían en Barcelona. Así que no queda más que relativizar la importancia de llamarse Jorge y, si viene de gusto, aprovechar el tirón.