Nadie como un desterrado para dar testimonio del poder de la música para conmover y revelar hasta qué punto está hecha, más que de sonidos y silencios, de aquello que más se ha amado; hasta qué punto la música puede ser la transubstanciación de un padre, una madre, un hijo, un hermano, un cónyuge, una época o un país perdidos o distantes. Hay canciones ilustradas: escucharlas es ver aparecer a alguien o algo.
La estrecha relación sostenida por Severo Sarduy con la música popular cubana en París, relación que le permitió sortear más de una racha de extrañeza, no terminó con su muerte. El escritor corona uno de sus epitafios con el título de una guaracha que anuncia cuál será su destino post mortem:
Que la muerte espabila y la vida adormece está claro para Sarduy; tan claro como la voluntad de sus restos de ser fieles a su vocación para el baile:
El estribillo de la guaracha antes citada nunca será más pertinente:
El hallazgo de la música cubana como una prolongación habitable de la isla es también el de su capacidad para provocar en el desterrado una honda saudade. No hay arma sin doble filo, y aun la música es un arma susceptible de lastimar a quien pretende utilizarla en defensa propia. Todo depende del lugar, el día, la hora, la cantidad de luz o de sombra, la estación del año, la soledad o la compañía en que ambos, música y desterrado, se encuentren. El segundo puede recurrir a una grabación o asistir a un concierto creyendo que la primera lo repatriará y descubrir que ésta, lejos de alegrarlo, lo desconsuela. Entre las canciones esparcidas por Sarduy dentro de su novela “De donde son los cantantes”, sonríen las primeras frases de un bolero que el adolescente travieso debe de haber canturreado al oído del adulto en más de una ocasión: Bájate de esa nube / y ven aquí a la realidad.
Esa ambigüedad de la música sufrida por Sarduy, ese oírla acercarle a Cuba y, lejos de confortarlo, herirlo, tiene un precedente conmovedor en la experiencia de Pedro Santacilia (1826-1910), poeta cubano exiliado en Nueva York que deambulando por una barriada de esa ciudad, absorto en quién sabe qué nostalgias --había sufrido prisión y deportación por sus ideas independentistas--, escuchó, de repente, la música de una danza cubana para piano emerger de un hogar desconocido.
El estado de ánimo que embarga a Santacilia en Nueva York es precursor del que embargará a Sarduy en París cuando un siglo después escuche, emocionado, un disco de viejos sones cubanos que le envía su familia desde La Habana o cuando se sume al coro de amigos transterrados que entona la canción más representativa de Camagüey. Transcribo, editada, la anécdota de Santacilia narrada por Bonifacio Byrne (1861-1936) en un texto titulado “La danza cubana”.
Encontró entornada la puerta de la calle; entró sin llamar; subió la escalera que se presentó a su vista, y a los pocos momentos penetraba en un elegante gabinete, donde, sentada ante un piano, veíase una encantadora joven, hija de Cuba, y a su alrededor otras bellas señoritas.
Ninguna se apercibió de la llegada de Santacilia, porque el ruido de los pasos de éste era amortiguado por una tupida y gruesa alfombra extendida sobre el pavimento. La danza continuó cada vez más triste, cada vez más dulce, cada vez más sentida. La gentil pianista no sólo conocía la difícil técnica del sonoro instrumento que tocaba sino que, complaciéndose en ello, ponía toda su alma de artista en la interpretación de aquella danza criolla, donde se oía el rumor apacible de la brisa entre las pencas de las palmas (…)
Cuando al cesar la maravillosa danza, aquella genial artista y sus compañeras fijaron sus ojos asombrados en el rostro de Pedro Santacilia, quedáronse silenciosas como si estuvieran contemplando el paso de un entierro. El piano había enmudecido y aún permanecía el infeliz emigrado sumido en religioso éxtasis (…)
Ellas no le preguntaron nada, ni le dijeron en aquel momento palabra alguna; pero al ver la faz del compatriota proscripto, nublada por un raudal de lágrimas, no pudieron contenerse, la pianista se echó a llorar, ocultando su bello rostro entre las manos.
¿A qué preguntarle, a qué someterlo a una interrogación enojosa si lo habían comprendido todo?
Ni Pedro Santacilia ni Severo Sarduy regresaron a la isla. Ninguno, tampoco, se alejó de ella. El 20 de mayo de 1902, Santacilia reclama su ciudadanía en el consulado de Cuba en México, donde será sepultado. A principios de 1993, año de su muerte, Sarduy publica un nuevo libro de poemas. Las rachas de extrañeza, lejos de desaparecer, habían arreciado:
Ya no soy el de ayer, el tiempo pasa.
Mi verso se ha tornado transparente.
Por las tardes me vienen de repente
bruscos deseos de volver a casa.
La estrecha relación sostenida por Severo Sarduy con la música popular cubana en París, relación que le permitió sortear más de una racha de extrañeza, no terminó con su muerte. El escritor corona uno de sus epitafios con el título de una guaracha que anuncia cuál será su destino post mortem:
Yace aquí, sordo y severo
quien suelas tantas usó
y de cadera abusó
por delantero y postrero.
Parco adagio –y agorero—
para inscribir en su tumba
—la osamenta se derrumba,
oro de joyas deshechas—:
su nombre, y entre dos fechas,
“el muerto se fue de rumba”.
Es vox pópuli que los cubanos celebran fiestas de ultratumba. El estribillo de un son compuesto por Eliseo Grenet en 1924 reseña un jolgorio celestial amenizado por Papá Montero, rumbero famoso cuyo asesinato conmovió a La Habana. Más que llorar su deceso se llora el tránsito del músico a una dimensión inaccesible a los sobrevivientes, ávidos de continuar parrandeando en su compañía: ¡El guateque ya está en cielo!, suspira uno.quien suelas tantas usó
y de cadera abusó
por delantero y postrero.
Parco adagio –y agorero—
para inscribir en su tumba
—la osamenta se derrumba,
oro de joyas deshechas—:
su nombre, y entre dos fechas,
“el muerto se fue de rumba”.
Que la muerte espabila y la vida adormece está claro para Sarduy; tan claro como la voluntad de sus restos de ser fieles a su vocación para el baile:
Volveré, pero no en vida,
que todo se despelleja
y el frío la cal aqueja
de los huesos.¡Qué atrevida
la osamenta que convida
a su manera a danzar!
No la puedo contrariar:
la vida es un sueño fuerte
de una muerte hasta otra muerte,
y me apresto a despertar.
que todo se despelleja
y el frío la cal aqueja
de los huesos.¡Qué atrevida
la osamenta que convida
a su manera a danzar!
No la puedo contrariar:
la vida es un sueño fuerte
de una muerte hasta otra muerte,
y me apresto a despertar.
El estribillo de la guaracha antes citada nunca será más pertinente:
¡Ay, caballero,
esto le zumba,
apenas sintió la conga
el muerto se fue de rumba!
esto le zumba,
apenas sintió la conga
el muerto se fue de rumba!
El hallazgo de la música cubana como una prolongación habitable de la isla es también el de su capacidad para provocar en el desterrado una honda saudade. No hay arma sin doble filo, y aun la música es un arma susceptible de lastimar a quien pretende utilizarla en defensa propia. Todo depende del lugar, el día, la hora, la cantidad de luz o de sombra, la estación del año, la soledad o la compañía en que ambos, música y desterrado, se encuentren. El segundo puede recurrir a una grabación o asistir a un concierto creyendo que la primera lo repatriará y descubrir que ésta, lejos de alegrarlo, lo desconsuela. Entre las canciones esparcidas por Sarduy dentro de su novela “De donde son los cantantes”, sonríen las primeras frases de un bolero que el adolescente travieso debe de haber canturreado al oído del adulto en más de una ocasión: Bájate de esa nube / y ven aquí a la realidad.
Esa ambigüedad de la música sufrida por Sarduy, ese oírla acercarle a Cuba y, lejos de confortarlo, herirlo, tiene un precedente conmovedor en la experiencia de Pedro Santacilia (1826-1910), poeta cubano exiliado en Nueva York que deambulando por una barriada de esa ciudad, absorto en quién sabe qué nostalgias --había sufrido prisión y deportación por sus ideas independentistas--, escuchó, de repente, la música de una danza cubana para piano emerger de un hogar desconocido.
El estado de ánimo que embarga a Santacilia en Nueva York es precursor del que embargará a Sarduy en París cuando un siglo después escuche, emocionado, un disco de viejos sones cubanos que le envía su familia desde La Habana o cuando se sume al coro de amigos transterrados que entona la canción más representativa de Camagüey. Transcribo, editada, la anécdota de Santacilia narrada por Bonifacio Byrne (1861-1936) en un texto titulado “La danza cubana”.
Encontró entornada la puerta de la calle; entró sin llamar; subió la escalera que se presentó a su vista, y a los pocos momentos penetraba en un elegante gabinete, donde, sentada ante un piano, veíase una encantadora joven, hija de Cuba, y a su alrededor otras bellas señoritas.
Ninguna se apercibió de la llegada de Santacilia, porque el ruido de los pasos de éste era amortiguado por una tupida y gruesa alfombra extendida sobre el pavimento. La danza continuó cada vez más triste, cada vez más dulce, cada vez más sentida. La gentil pianista no sólo conocía la difícil técnica del sonoro instrumento que tocaba sino que, complaciéndose en ello, ponía toda su alma de artista en la interpretación de aquella danza criolla, donde se oía el rumor apacible de la brisa entre las pencas de las palmas (…)
Cuando al cesar la maravillosa danza, aquella genial artista y sus compañeras fijaron sus ojos asombrados en el rostro de Pedro Santacilia, quedáronse silenciosas como si estuvieran contemplando el paso de un entierro. El piano había enmudecido y aún permanecía el infeliz emigrado sumido en religioso éxtasis (…)
Ellas no le preguntaron nada, ni le dijeron en aquel momento palabra alguna; pero al ver la faz del compatriota proscripto, nublada por un raudal de lágrimas, no pudieron contenerse, la pianista se echó a llorar, ocultando su bello rostro entre las manos.
¿A qué preguntarle, a qué someterlo a una interrogación enojosa si lo habían comprendido todo?
Ni Pedro Santacilia ni Severo Sarduy regresaron a la isla. Ninguno, tampoco, se alejó de ella. El 20 de mayo de 1902, Santacilia reclama su ciudadanía en el consulado de Cuba en México, donde será sepultado. A principios de 1993, año de su muerte, Sarduy publica un nuevo libro de poemas. Las rachas de extrañeza, lejos de desaparecer, habían arreciado:
Ya no soy el de ayer, el tiempo pasa.
Mi verso se ha tornado transparente.
Por las tardes me vienen de repente
bruscos deseos de volver a casa.
Video cortesía de de Ruby Zayas.