yo le habría acompañado, en las noches de mayo,
cuando hace aroma y aire tibio
en las avenidas de la hermosísima Alameda.
José Martí
Uno sabe donde encontrarse con quien desea encontrarse, y yo sé donde encontrarme con José Martí. El escritor podrá estar en su obra; el desterrado, en Nueva York; sus pensamientos y sus restos mortales, en Cuba. Pero el hombre menos infeliz está en el parque más antiguo del Distrito Federal Mexicano: la Alameda Central. Y allí voy a buscarle cada vez que visito la ciudad; a pasear con él entre puestos de libros viejos, artesanías, platos típicos, organilleros y novios que se echan en la hierba, bajo los árboles, y fingen dormir la siesta o ruedan abrazados; entre guardias a caballo, prestidigitadores, pregoneros, saltimbanquis, charros, estatuas vivientes y algún extranjero que al igual que Martí, y como yo mismo, siente a la Alameda como cosa propia, porque dando vueltas por ella o sentándose en uno de sus bancos, absorto ante la vivacidad del entorno, ha confirmado la existencia de realidades capaces de atenuar la desolación que ha traído a su vida la ausencia forzosa de su país natal; realidades tan intangibles y diversas como el idioma, la vitalidad de una cultura fraterna y una vieja melodía ambulante.
Entre las cartas más hermosas escritas por un hispanoamericano se encuentran las que escribió José Martí a Manuel Mercado, su amigo mexicano, su mejor amigo. Hay quienes leyéndolas se han echado a llorar. Esas cartas revelan una humanidad superior, y el encuentro con esa humanidad y su capacidad de entrega conmueven. El 17 de enero de 1879, Martí escribe a Mercado desde La Habana, y luego de decirle cuán infeliz se siente en la isla, aún española, añade: “¡El destierro en la patria, mil veces más amargo para los que, como yo, han encontrado una patria en el destierro”. Y precisa: “Si no fuera Cuba tan infortunada, querría más a México”
Los muertos deben de regresar a los lugares donde de vivos fueron felices, y por mucha hospitalidad que Martí hallara en otras ciudades del continente –Guatemala, Caracas, Nueva York, Cayo Hueso, Tampa, Montecristi— pocas cosas parecía extrañar más, durante sus años de pesadumbre y vértigo en Estados Unidos, que sus paseos por la Alameda Central. Es una realidad que se me hubiera escapado si durante mis estancias en la Ciudad de México no me hubiera sentido tan ávido, yo mismo, de regresar al parque y respirar, deambulando entre sus áreas verdes y el pueblo que allí se da cita, un aire de familiaridad y de siglos.
Una relectura atenta de estas cartas de Martí evidencia cuán dichoso fue paseando por la Alameda en compañía de Mercado: “Este hombre no cambia, y aunque martirizado y ofendido— es aquella alma timorata y nueva que se esparcía en Ud. a la sombra de los árboles queridos de nuestra Alameda”, le dice desde Nueva York. En otra ocasión, le confiesa que le escribe “como si me hubiera Ud. escrito, y es que dejando correr la pluma para Ud. me vuelven al alma los verdores de nuestra sabrosa Alameda”. La nostalgia no puede ser más recurrente: “Porque trabajar, con la hiel al cuello, entre hombres que parecen pezuñas, por el mero pan del día, sin una mano de amigo, sin un retazo de Alameda, sin nadie en quien verterse ni hacer bien, hasta indigno de hombre es, y cosa que me tiene medio muerto y avergonzado”.
La Alameda Central aparecerá en otras cartas de Martí a Mercado, y en un par de ellas evocará unas cercas de palos amarillos que alegraron el parque:
“estas cosas no se las digo sino por gusto de decírselas, y como si estuviéramos conversando por las calles de la Alameda, entre aquellas cercas famosas de palos amarillos”.
“Yo quedo aquí comiéndome el cerebro, sin ápice de exageración, y suspirando por nuestros paseos de la Alameda, ¡y por aquellos palos amarillos!”
A otra carta pone fin diciendo: “Ya acabo. Desdichadamente no es para ir con Ud. a la Alameda”.
En Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, el célebre mural de Diego Rivera que tiene museo propio a un lado del parque, el artista retrata a José Martí vestido de negro, luciendo bombín y rodeado, entre un sinnúmero de personajes, por Sor Juana Inés de la Cruz, Benito Juárez, Pancho Villa, Frida Kahlo, José Guadalupe Posada y el propio Rivera, niño a quien la Muerte, con labios pintados, boa de plumas alrededor del cuello y tocado de lujo, trae de la mano. Una multitud anónima se agolpa a espaldas de todos: los semblantes que la componen no merecen figurar en la obra, sus integrantes no han sido protagonistas ni arquetipos de la historia de México, tampoco de su cultura más y menos popular, no pueblan el sueño del pintor. Entre esa multitud, ansioso por venir a saludar a Martí tan pronto Rivera concluya el mural o despierte y el grupo decida dispersarse, algo detrás del globero, estoy yo.