No es fácil regalar si quien regala aspira a que su regalo deje una huella perdurable en el ánimo ajeno. El arte de regalar, tan engañosamente sencillo, exige de la persona que decide cultivarlo una sensibilidad y un esmero inusuales. Es, como todo arte cabal, un desvelo dichoso, capaz de requerir horas y hasta días enteros de ponderación y de convertir al artista en un obseso.
Rainer María Rilke (1875-1926) no sólo daba contestación a las cartas en distintos tipos de papel, cada uno de una textura y un color acordes con los diversos destinatarios, sino que "seleccionaba con cuidado extremo sus regalos, envolviéndolos prolijamente con cintas de colores que correspondían al papel y al obsequio". Para Rilke, según el crítico Rodolfo F. Modern, "aun los actos no estrictamente literarios debían tener el carácter de lo artísticamente perfecto, no para impresionar sino para enaltecer las convenciones que la vida en sociedad conlleva".
En un país de tan frecuente holgura económica como el norteamericano, el arte de regalar ha perdido gran parte de su encanto. Todo está a la vista de todos y al alcance de muchos, de manera que esa cualidad de cosa inesperada y única que debe alentar el regalo ideal es casi inasequible. En las fechas que ofrecen al dadivoso la oportunidad de regalar y justificar su compulsión -pienso, por ejemplo, en la temporada navideña-, este arte se le convierte en un motivo de agobio: nada le parece digno de la persona de su afecto porque nada goza de exclusividad.
Los establecimientos despliegan alternativas similares y uno siente como si le volcaran encima un jarro de agua helada cuando advierte que su regalo va a ser indistinguible de los otros. De ahí que unos versos, una fotografía familiar rescatada del olvido, un plato casero o una invitación a cenar en algún lugar inesperado se conviertan en algunas de las pocas formas de regreso a la idea del regalo como algo excepcional, que no se ofrece para satisfacer normas mecánicas de urbanidad sino para entregar, por el tiempo que se ha invertido en confeccionarlo o escogerlo, algo de uno mismo.
Un breve poema japonés describe la caída en cuenta de alguien que sólo muchos años después de haber regalado algo conversa consigo mismo y acepta que el regalo había sido su propia persona:
Aquella flor
que una vez regalaste,
eras tú, ¿no?
Durante un recital de canciones hispanoamericanas ofrecido en 1992, Mara (mi mujer) y yo sometimos a votación el lema de nuestro próximo proyecto, y Siempre en mi corazón, título de una célebre composición de Ernesto Lecuona, resultó el escogido. Pocos días después llegó a nuestro hogar una caja bellamente envuelta y acompañada de una nota cuyos autores se identificaban como Edelmiro y Eduvigis Hernández, un matrimonio de cubanos asiduo a nuestras presentaciones. La pareja se había conocido en 1942, justo el año en que Siempre en mi corazón, convertida en el tema musical de una película norteamericana, recorría el mundo, y había adoptado el tema como cifra de su relación.
El obsequio que acompañaba la emotiva nota tenía algo de insólito: un cofrecillo de madera laqueada, fabricado en Italia y armado de un minúsculo mecanismo suizo que reproducía un fragmento de la composición de Lecuona y que, al igual que el matrimonio Hernández, cumplía, invicto, medio siglo.
No mengua la gratitud. No mengua el asombro. Habíamos encontrado dos maestros en el arte de regalar.