¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Pensar ahora en lo que me impulsó a marcharme de Cuba, me resulta arduo.
No hubo un detonante, me saltaban muchas cosas por los aires en esa época, en todos los ámbitos de la vida. Trabajaba, pero lo que ganaba no era suficiente, así que tuve que hacer trueques, vender de contrabando, tuve que sobornar a algunos, y callarme lo que pensaba más veces de las que hubiera querido. Vivir escondiéndome para hacer aquellas cosas generaba un gran desasosiego. Y me gustaría decir que ese fue el único motivo, pero no es así.
Intento recordar, porque son incontables las veces que le he pasado el corrector del olvido a aquellos sucesos, de modo que ahora recuerdo menos los hechos que las sensaciones, y hay una que fue esencial: el temor. No era sólo temor a que no te dieran un trabajo o no te publicaran un libro por dejar claro que te negabas a participar, o a dejar participar a tu hijo en actos de repudio contra gente que sólo se iba del país, o que te dieran una paliza por pensar diferente —por suerte nunca me dieron una paliza, aunque estuve cerca—, era un temor más básico, a que se acabara la leche… o a que cortaran la electricidad, porque el congelador estaba lleno de lo que vendía para poder comprar la leche del mes siguiente; de que cuando saliera a la calle me encontraran con todo “aquello”.
Esos eran los hechos, la sensación de temor era constante, y se convertía muchas veces en angustia, que exacerbada se volvía impotencia. Ya sé que la mayoría se resignaba y no entendía por qué no me resignaba también, creo que visto desde ahora tampoco entiendo muy bien por qué no me resignaba, la resignación es como la gripe, se contagia con facilidad, más en un lugar cerrado como una isla, pero por alguna razón me había vuelto inmune. No sentía ninguna compensación en carnavales, fiestas populares, o cualquier otro lance de aquellos que hacían que los resignados olvidaran por un día, por un rato, la carencia general en que se vivía.
Había descubierto que la poesía te puede salvar de casi todo y leía y escribía sin parar, sin filtros. Vivía en un pueblo de campo, dicen que un pueblo con suerte, porque allí “se daban” muy bien los escritores, el tabaco y las malangas, luego empezaron a irse. A veces me invitaban a algún evento en la capital o en provincia, me costaba entender la dinámica de aquellos encuentros, sin embargo, los poetas que conocí en aquellos años 80, me abrieron un horizonte que traspasaba los límites del pueblo, de la isla, incluso del mundo exterior.
La verdad es que, a pesar de todo, para mí no se trataba de política. Era algo más visceral y desgastante, era un sentido de la justicia que me decía que hay ciertas cartas que no se pueden firmar, ciertos actos en los que no se puede participar, ni siquiera por miedo. Nunca he entendido que se tenga que odiar u ofender a los demás porque piensen distinto, no les importe no tener leche, o les guste la “humareda militante” de la caldosa. Pero yo no quería celebrar, sin ganas ni motivos, fechas que no tenían ningún significado para mí, y si lo tenían, se relacionaba más bien con la vergüenza.
Nunca acepté militar en nada, no votaba, ni cuando me venían a buscar a casa, porque me parecía inútil y cobarde depositar mi responsabilidad cívica en un dogma que sólo servía a algunos para imponer por la fuerza una ideología —y eso lo pensaba yo, que vivía llena de temores.
Detonante fundamental fue que empecé a sentir un miedo por venir; no quería que mi hijo tuviera que hacer un Servicio Militar Obligatorio. Si mi hijo hubiera elegido una carrera militar, le hubiera intentado disuadir en cualquier forma, pero habría sido su elección, nunca una imposición. Las imposiciones siempre me han dado grima.
Como seguro supondrás, no soy nada patriota, soy una mujer de campo, una poeta y una madre que entendió que no quedaba —¿no había, nunca la hubo? —ninguna oportunidad, excepto irse de Ella, para escapar de todo eso, en detrimento de familia, amigos, bienes —escasos—, y sobre todo de cierta falsa seguridad que suele producir el entorno que conoces, los rincones que has domesticado: los de llorar —yo tenía un par de ellos—, y los de compartir la última vela y la última tisana de hojas de limón, porque siempre se compartía hasta lo último que quedaba.
Hay algo que hacía en los meses finales en los que viví allá; como un ejercicio quizás, puede que una pedantería, o quizás como preparación para el futuro negro que me auguraban algunos al saber que me iba —dejaría de escribir, mi hijo no podría estudiar, ¿y si enfermábamos o si nunca podíamos volver…? —, recuerdo que aunque hubiera electricidad solía bañarme a oscuras, saber el sitio exacto donde estaba cada cosa en la oscuridad del baño, y entender que la oscuridad en el plano físico, en casi todos los casos, es el menor de los obstáculos, me sirvió de mucho, me sigue sirviendo ahora.
Me fui porque no podía hacer otra cosa, no tenía más opciones y llegado un punto lo supe. Recuerdo que escribí “El rey pide las manzanas de las Hespérides” en aquellos días, y cada cosa, cada gesto era una despedida, dolía hasta las lágrimas:
Estoy en medio de la calle / he sido despojada / literalmente apuñalada / de un modo intrascendente y vulgar / y mis heridas son heridas vulgares / absolutamente oscuras y no sangran. / He sido acusada de insomne / de inferior y nacional / de algo que para siempre está fuera del juego. / He sido acusada por / no comprender / no aceptar / no asirme. / No hay orden de arresto contra mí / saben que tengo un hijo / saben que estoy sosteniendo la impotencia / saben que no puedo ir ahora a ningún sitio / como Hércules el cielo / solo por un rato.
Aun así, la alegría de saber que escapábamos, era compensatoria. La lealtad y la generosidad de los amigos, incluso de algunos que no entendían qué hacía y que defendían aquel modo de vivir y gobernar, me ayudó a pasar a ese “otro lado” con algo de tranquilidad.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Puede que no pensara en aquí como “otro lado”, sino como un lado donde acabara el sobresalto continuo. Siempre desee ver lados distintos, cosas de gente de pueblo.
Lo cierto es que cuando estás ocupada sobreviviendo te queda poco tiempo y energía para pensar en lo que encontrarás después. Pero esperaba que si no estaba yo a tiempo para recuperar la quietud, al menos mi hijo pudiera hacerlo. Esperaba encontrar transporte público, esperaba poder escribir sin autocensurarme, sin pensar: “ahora si me van a crujir”, esperaba poder traer a mi lado al resto de mi familia, que se había quedado allá.
Nunca había comido melocotones, esperaba saber cómo eran en la boca.
¿Qué encontraste?
Soy una persona curiosa, me tomaría mucho tiempo decir todo lo que encontré. Incluso cosas más apetecibles que los melocotones.
Aquella quietud que deseaba, quizás no todo el tiempo, sino el justo para sentir que los apremios me los podía pautar yo misma, encontré la posibilidad de elegir, lo cerca que puedo estar de los que están lejos, porque tengo acceso a la tecnología, unas playas distintas, unas montañas que nunca hubiera logrado imaginar, encontré amigos, gente generosa para la que “imperialismo yanqui” era sólo una forma de llamar a las actuaciones económicas y políticas de un país, y que hoy en día prácticamente solo se encuentra en libros de pensamiento de izquierda. He encontrado —lo he sabido desde que vivía en aquel lado—, que hay otros imperios más terribles: la ideología, las apariencias, las modas, la superficialidad, el consumismo, el egoísmo, las supremacías, el poder.
Encontré que mi hijo podía estudiar, con becas estupendas, lo que quisiera, y que además, de aquella inquietud que a veces compartíamos, ni se acuerda.
Encontré, que contrariamente a lo que auguraban los que veían oscuro mi futuro de este lado, he seguido escribiendo sin parar, con sosiego, hace casi 10 años que estoy escribiendo una novela y un libro de décimas con los que me divierto, reescribo, enredo y desenredo las historias con una parsimonia sorprendente. Aunque he escrito más narrativa y mucha poesía, no he publicado tanto, he encontrado calma también a esa parte de mi vida. He encontrado que, una vez conseguido lo necesario para comprar melocotones, el resto del tiempo es mío y de Dios, encontré música que ahuyenta la locura que siempre me ha rondado, encontré que puedo perder el tiempo si quiero, porque me lo puedo permitir, pensando, sentada al sol “en una plaza pública / o la cocina de mi casa”.
Encontré o reencontré de frente, en ese sosiego, a Bach, en un Glenn Gould insuperable, a Puccini, en el Turandot donde Leona Mitchell hace la Liu más perfecta que se puede escuchar, al mejor Pessoa, y la grandeza de Marguerite Durás en muchos actos de Fe, y museos, arquitectura, cine, pensamiento… y encontré una yo más, que me complace mucho. Sigo teniendo temores, pero casi todos son cosa mía, “rezagos del pasado”, río —escribiría aquí un amigo muy lúcido.
Encontré emociones, aprendizajes, sabores, sonidos, formas diferentes de ver el mundo. También encontré límites —no limitaciones —, que me dan perspectiva, me ayudan a crear y me permiten apreciar lo que hago con ecuanimidad y alegría.
¿Qué es para ti La libertad?
Creo que mi idea de La libertad ha cambiado con las circunstancias y la madurez. La libertad no es lo mismo para quien está en opresión, o para quien puede incluso optar. Esta reflexión ya la he hecho en “Discurso de la hoja”: Este es el precio de la libertad / y no sería tan alto si la libertad fuera lo que dicen, / si no hubiera una traición espantosa / detrás de cada libertad nuestra / a la libertad del otro.
Hay una especie de despotismo culto, que hace de La libertad un paradigma. Para mí La libertad no es algo rígido, se va adaptando a mis necesidades, a mis sueños, intento que no vaya en detrimento de la libertad de los demás.
Un amigo escultor me invitó a hacer una reflexión sobre este poema, que utilicé para un proyecto suyo de plástica que se exhibe por estos días en su espacio de artista, y esto escribí:
No tenía idea de qué era la libertad cuando empecé a desearla, recuerdo aquel prurito, no bastaba decir pájaro, era necesario el vuelo, el canto, el colorido, y aquella sensación de cosa efímera, pero poderosa.
Leí, primero como simple tema de clase, después como descubrimiento, lo que sabía era solo el principio, una puerta entornada que precisaba abrir sin límite, estas explicaciones de Don Quijote a Sancho:
"—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!
Lo que no entendía se hizo más oscuro aun, necesite muchas oscuridades, muchas medias luces y claroscuros, mucha experiencia vital, para entender que la libertad es una parcela individual, un manotazo en el vacío, un incomprensible acto de fe. Hay tantas libertades como mundo, tantos vendiéndote su idea de la libertad…
Le creí a Fernando Pessoa: “… porque solo en la ilusión de la libertad, la libertad existe...”, a pesar de saber que estaba loco, y que vivía en una especie de lucidez amarga y realista. No hay ninguna libertad inamovible, que no exija una comprensión veraz de todo lo que te falta para llegar a la siguiente libertad.
No estoy segura de haber comprendido por qué si digo pájaro, y no hay vuelo, no hay pájaro de verdad. Sin embargo, yo sigo esa ilusión, la alimento, duermo con ella, le cuento cosas, la destripo, la acuno, la interrogo, y me cuido de no ponerla de rasero a otros.
Cuál es el límite de la ilusión, me pregunto cuando llego a la presente libertad… y no lo sé".
Esto escribí para la exposición de mi amigo, a propósito de “Discurso de la hoja”, convertido en un libro objeto, o lo que ahora se suele llamar poesía visual, pero una vez liberada de las opresiones esenciales, se aviene a mi idea general de La Libertad.
No quiero pedir perdón por mi libertad a los que no han conseguido la suya, tampoco quiero que les resulte ofensiva, solo les digo lo que Ibsen: Pueden prohibirme seguir mi camino, pueden intentar forzar mi voluntad. Pero no pueden impedirme que, en el fondo de mi alma, elija a una o a otra.
Para mí, ahora la libertad es una sensación, un estado de cosas que despierta la creatividad y genera equilibrio.
Todo es belleza en la hoja que cae: / la belleza es la única y definitiva libertad, / un instante sobre la nada del aire / —que sigue agitando banderas de rendición— / aunque la hoja que soy repita libre / libre / libre.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Que todo aprendizaje puede, pero no tiene, que ser doloroso.
Que me habría resultado muchísimo más doloroso estar aquí si no estuviera también mi familia.
Que una vez aprendes ciertas cosas, es imprescindible que las desaprendas.
Que aprender, muchas veces está sobrevalorado, y que lo que realmente importa es aprehender.
He aprendido que lo más importante que ya aprendiste, no es tan importante como “saber nadar”, como en la fábula El barquero y el sabio, lo que te falta por aprender. Y que no sirve de nada lo que aprendes si no lo usas para ser mejor persona.
¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Hace 20 años que no voy a Cuba y 22 que me fui definitivamente. No sé si volveré alguna vez, no me abruma no poder o no querer volver, casi todo lo que amo está conmigo. Te dije que no soy una patriota.
Cuando pienso en Ella, en verdad me pienso abrazando a mi abuela cuando aun vivía, me pienso frente a mi amigo el poeta Reynaldo García Blanco, escuchándolo leer sus poemas, en alguna noche cálida. Me pienso compartiendo “ungüentos” con mi amiga la poeta Rosa María García, o en una reunión de amigos en la casa de ladrillos desnudos y orquídea en la ventana, cuando todavía mi hijo era pequeño y albergábamos esperanzas. Soy una mujer muy sencilla, mi patria es la belleza, la noche, más que Cuba. Sé que muchos se llevarán las manos a la cabeza y pensarán que soy tibia en esto, puede, y no me importa porque no me siento ejemplo para nadie.
No pienso en Ella como Patria. Mi patria siempre fue mi mundo interior, desde muy pequeña me mudé adentro de mí misma, y ahí planté el famoso árbol, escribí mis libros y tuve a mi hijo. No me emociono hasta las lágrimas con guantanameras ni imágenes de La Habana, nunca he escrito poemas evocadores de palmas reales, orishas, bongoes, nunca he escrito poemas a Lezama o a la música salsa, aunque disfruto de todo ello. El mundo afuera es mi extranjero, regresar a mi patria personal es fácil, barato, entrañable, todo lo que no resulta de regresar a Ella.
¿Ya he dicho que no soy una patriota? Me defino en el sentido estricto de patria como sin patria, pero… sin amo. Encuentro que casi todo el que asume que tiene Patria, lo hace dándole también a esa Patria —o su representación— la categoría de Amo. Y esa me parece una elección correcta, respetable, pero que llegada a esta edad, y entendiendo que lo aprendido me sirve de algo, yo he decidido no asumir.
Mi Patria está dentro de mí, ahí he vivido lo mejor de mi vida, y ahí seguro moriré, esté donde esté.