No hay objeto inanimado, y no puede haberlo porque todo está hecho de tiempo, y nada que esté hecho de tiempo carece de animación; la animación, como el alma misma --ambas palabras son parientes--, puede ser imperceptible, y dentro de los objetos, como dentro de nosotros, el tiempo es pura actividad.
Entre el anciano que mengua y el Partenón maltrecho, entre el acantilado que las olas deshacen y el pez que se pudre en la arena, entre el ordenador que caduca y el sol que se agota, no hay más diferencia que la velocidad con la que el tiempo trabaja en cada uno, y ese trabajo es constante. El universo bulle hasta el hueso.
El techo del comedor de mi casa es inaccesible sin la ayuda de una escalera portátil de gran extensión y un rapto de valentía: el vértigo acecha, aunque uno fije la vista en las nubes que se asoman al interior por dos tragaluces insaciables y éstas le exhorten a coronar el ascenso y palparles a través del cristal.
Las paredes cuentan con un saliente vecino del techo donde hace años se nos ocurrió colocar una planta artificial; una planta verdísima que desborda una cesta y que parece beneficiarse de la luz que proveen los tragaluces y de la lluvia que ve caer del otro lado de ellos: nunca ha mostrado una hoja seca.
Entre el piso de madera y el alto reborde ocupado por la planta se yerguen tres libreros enanos, repletos de tomos relacionados con el cancionero popular y cubiertos de todo tipo de objetos: fotografías, souvenirs, una pequeña caja de música que alguna vez reprodujo fragmentos de "Siempre en mi corazón", un juego de cartas traído de Japón, gracias al cual los niños aprenden a leer memorizando versos, y una colección de gatos de porcelana coleccionados por mi mujer, mínimos gatos que en las noches de luna ronronean y cambian de pose. El astro, tan fisgón como las nubes, no desaprovecha ocasión para asomarse a los tragaluces, curiosear y, travieso, excitar a los animales.
El centro de atención radica, sin embargo, en una espléndida serigrafía de Ramón Alejandro colgada de la pared más holgada, a medio camino entre los libreros enanos y la planta inalcanzable: "El instante perpetuo", una suerte de bodegón a la intemperie donde una papaya de perfil bovino, cortada a la mitad, dejar ver su semillero oscuro y luce, a manera de ojo saltón, entre su apetitosa pulpa anaranjada, la mitad de un mamey colorado y, a modo de pupila, la flamante simiente. Nubes de tormenta, palmas distantes, un arbolillo de especie indeterminada, varios quimbomboes, dos plátanos verdes, un caimito y una pluma solitaria rematan la escena. La serigrafía cuelga dentro de una orla de cartón blanco y un marco de madera oscura, veteada con tonos púrpura, acordes con la entraña del caimito, que, bien mirado, parece haberse enfrentado a "El grito" de Edvard Munch y llevar impreso en el rostro el impacto que éste le causó.
Nada más allá llamaría la atención si no fuera por un gesto de la planta que ocupa el alto saliente: ha arrojado un gajo con dos hojas acorazonadas al aire y éstas, lejos de caer al suelo, han quedado prendidas al borde superior del marco, entre la madera y la pared, ávidas de asomarse al paisaje pintado o, más lógico aun, de incorporarse a él.
La mayor de las hojas pugna por tocar el cristal y ya casi lo logra; la menor, alpinista que sujeta la cuerda por la que su compañera desciende, agarra el extremo opuesto del gajo y espera su turno.
Si un día desaparecen no será porque las hayamos arrancado del cuadro o barrido sino porque han logrado su propósito y cuelgan de un árbol que Ramón Alejandro aún está por pintar.