Le llegó el diagnóstico y lo dejó perplejo. A nosotros también nos supo a hiel. Se llama demencia frontotemporal, y eso implica, entre otras desgracias, que la motivación irá desapareciendo como el atardecer a las siete. Tendrá menos energía y más frustraciones, y cuando no pueda comunicarse la simple palabra que antes escupía con sangre en una película, le costará trabajo pronunciar. Y podrá ponerse tembloroso y violento, rígido y torpe, y más viejo, pero no olvidado, porque le debemos muchas horas de butacas de cine como para ser malagradecidos.
Tampoco es única su familia, muchos entienden el trance. No hay enfermedades de ricos o pobres, no hay hogares a salvo de dolores y tragedias perdurables.
¡Si alguien se pudiera curar sería él; se ha salvado tantas veces! Ha caminado con cristales hundidos en los pies descalzos. Ha sido herido de bala porque le han disparado sin piedad. Se ha salvado del fuego, de las traiciones y salido “donjuanesco” de los besos de mujeres. Y, a pesar de su coraza, lo tocaron a fondo. No debió pasar porque, como espectadores, queremos exprimir hasta la última gota de energía de los héroes de pantalla, y no queremos que su carne y sus huesos sufran pesadillas inoportunas fuera de la vida del celuloide.
Un día triste, un grupo de gente famosa lo recibirá. Ahí estará Johnny Weismuller, que se bajará balanceándose de la rama de un árbol sin acordarse de que fue Tarzán; Ronald Reagan, vestido mitad cowboy, mitad presidente, se apeará de su caballo-limuosina; Sean Connery murmurará que es el agente cero cero algo; Gene Wilder irá a decirle que es Willy Wonka, pero que no recuerda dónde está la fábrica de chocolates, y Robin Williams tendrá lágrimas en los ojos y el cinturón con el que se ahorcó, en las manos. Y todos ellos, abatidos y desmemoriados por la maldita demencia, no sabrán nunca que se trata de Bruce Willis, pero le abrirán los brazos. Y alguno, en un destello de lucidez, balbuceará una frase de bienvenida: “Creo que ahí viene uno de los nuestros”.
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