El hombre rehúsa morir y, lejos de salvarse, muere más porque la vida que se agencia luego de sufrir sucesivos percances de salud acaba siendo una peripecia nada comparable a su vida anterior, a esa vida que, ingenuo, pretende reanudar y que acaba revelándosele una muerte por entregas.
Maltrecho, atiborrado de medicamentos cuyos nombres y efectos secundarios a veces ignora; bajo la vigilancia de un marcapasos que tan pronto le produce palpitaciones como se le queda dormido, abandonándolo a su suerte; aferrado a un andador para no irse de cabeza o espaldas cuando deambula por la penumbra de su casa o por los corredores de un hospital, centro de rehabilitación o asilo; temeroso de que las patas del trasto tropiecen con el borde de una pared, una puerta o un mueble y lo arrojen al suelo, astillándole un fémur y confinándolo a una silla de ruedas; o tropiecen con otro sobreviviente, tan frágil como él, y que ambos resulten lesionados; víctima de una soledad que ninguna compañía aplaca porque es la soledad de quien se queda sin tiempo, la soledad de aquéllos de quienes el tiempo no quiere saber más, de aquéllos a quienes el tiempo se quita de encima porque le afean y ya dieron de sí mismos todo lo que podían dar, llega el día que no sabe a quién sobrevive: de tanto resucitar ha perdido la cuenta de quiénes, muriéndose, ha sido; la cuenta incluso de quienes fue antes de ellos, aunque algunos, los más remotos --el joven, el niño— a quienes nadie más que él recuerda, aún le sonrían, tristes, desde lejos, como los rostros de los muertos sonríen desde la superficie de las fotografías donde se disuelven en un agua seca.
No es raro que confunda los envases de medicina que cubren su mesa de noche y tan pronto se exceda en una dosis como olvide tomar la correspondiente; que un día reaccione como un zombie y otro como un chiflado; que un día lo recuerde todo
y otro no recuerde nada; que un día reclame un baño y al otro día no haya quien lo saque del lecho o le ponga la mano encima, porque no quiere que esa joven desconocida lo vea en cueros, lo toque, sienta lástima o asco por él, sea testigo de su ruina, contemple su virilidad exhausta; porque no quiere que ese joven entero lo humille con su brío, incauto e insolente.
No es raro que un día no pueda contener las ganas de orinar y otro día haya que insertarle una sonda para que orine; no es raro que un día defeque a destiempo y otro día haya que ponerle un enema; que un día tenga apetito y al otro día no lo tenga; que un día le duela un hueso, y al otro, otro; o que todos los huesos le duelan a la vez y a veces no le duela ninguno, y sólo le duela el alma, aunque no sepa a ciencia cierta qué es el alma, ni si el alma existe, ni si tiene sentido o es cursi o impudoroso hablar de ella. (La palabra alma le parece demasiado bella para describir el guiñapo que yace dentro de él, para identificar el vacío que lo colma, la indigencia que apuntalan sus huesos y que él, puro colgajo, viste).
Lo único que puede haberlo preparado para encarar tanta calamidad es haber sido víctima de un infortunio similar en otro ámbito: el interior. El haber tenido que rehacerse a sí mismo muchas veces desde adentro, callado, como si nada le sucediera, cuando lo cierto es que todo yacía roto a sus pies, a los pies del que fue, a los pies del otro que nadie veía; a los pies de aquél que ahora lo mira desde su alma, sea ésta lo que sea, y comprensivo le dice:
Maltrecho, atiborrado de medicamentos cuyos nombres y efectos secundarios a veces ignora; bajo la vigilancia de un marcapasos que tan pronto le produce palpitaciones como se le queda dormido, abandonándolo a su suerte; aferrado a un andador para no irse de cabeza o espaldas cuando deambula por la penumbra de su casa o por los corredores de un hospital, centro de rehabilitación o asilo; temeroso de que las patas del trasto tropiecen con el borde de una pared, una puerta o un mueble y lo arrojen al suelo, astillándole un fémur y confinándolo a una silla de ruedas; o tropiecen con otro sobreviviente, tan frágil como él, y que ambos resulten lesionados; víctima de una soledad que ninguna compañía aplaca porque es la soledad de quien se queda sin tiempo, la soledad de aquéllos de quienes el tiempo no quiere saber más, de aquéllos a quienes el tiempo se quita de encima porque le afean y ya dieron de sí mismos todo lo que podían dar, llega el día que no sabe a quién sobrevive: de tanto resucitar ha perdido la cuenta de quiénes, muriéndose, ha sido; la cuenta incluso de quienes fue antes de ellos, aunque algunos, los más remotos --el joven, el niño— a quienes nadie más que él recuerda, aún le sonrían, tristes, desde lejos, como los rostros de los muertos sonríen desde la superficie de las fotografías donde se disuelven en un agua seca.
No es raro que confunda los envases de medicina que cubren su mesa de noche y tan pronto se exceda en una dosis como olvide tomar la correspondiente; que un día reaccione como un zombie y otro como un chiflado; que un día lo recuerde todo
y otro no recuerde nada; que un día reclame un baño y al otro día no haya quien lo saque del lecho o le ponga la mano encima, porque no quiere que esa joven desconocida lo vea en cueros, lo toque, sienta lástima o asco por él, sea testigo de su ruina, contemple su virilidad exhausta; porque no quiere que ese joven entero lo humille con su brío, incauto e insolente.
No es raro que un día no pueda contener las ganas de orinar y otro día haya que insertarle una sonda para que orine; no es raro que un día defeque a destiempo y otro día haya que ponerle un enema; que un día tenga apetito y al otro día no lo tenga; que un día le duela un hueso, y al otro, otro; o que todos los huesos le duelan a la vez y a veces no le duela ninguno, y sólo le duela el alma, aunque no sepa a ciencia cierta qué es el alma, ni si el alma existe, ni si tiene sentido o es cursi o impudoroso hablar de ella. (La palabra alma le parece demasiado bella para describir el guiñapo que yace dentro de él, para identificar el vacío que lo colma, la indigencia que apuntalan sus huesos y que él, puro colgajo, viste).
Lo único que puede haberlo preparado para encarar tanta calamidad es haber sido víctima de un infortunio similar en otro ámbito: el interior. El haber tenido que rehacerse a sí mismo muchas veces desde adentro, callado, como si nada le sucediera, cuando lo cierto es que todo yacía roto a sus pies, a los pies del que fue, a los pies del otro que nadie veía; a los pies de aquél que ahora lo mira desde su alma, sea ésta lo que sea, y comprensivo le dice:
Uno se cansa de morirse tanto,
de morirse una vez y otra, a las buenas
y a las malas. O de morirse apenas.
Y hasta de no morir: qué desencanto.
Uno se cansa de que todo cuanto
una vez le animó se abra las venas;
y de reconocerse, a duras penas,
de tan vivo y tan muerto casi santo.
Uno se cansa de morirse encima
y debajo de sí. Uno da grima
si no se va cuando debiera irse.
Uno se queda y no se queda nada,
y aunque muerda el anzuelo sin carnada,
uno también se cansa de morirse.
de morirse una vez y otra, a las buenas
y a las malas. O de morirse apenas.
Y hasta de no morir: qué desencanto.
Uno se cansa de que todo cuanto
una vez le animó se abra las venas;
y de reconocerse, a duras penas,
de tan vivo y tan muerto casi santo.
Uno se cansa de morirse encima
y debajo de sí. Uno da grima
si no se va cuando debiera irse.
Uno se queda y no se queda nada,
y aunque muerda el anzuelo sin carnada,
uno también se cansa de morirse.