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Gertrudis Gómez de Avellaneda, Camagüey 1814, Madrid 1873, asegura al prologar Viage á La Habana de su compatriota María de las Mercedes Beltrán Santa Cruz y Cárdenas Montalvo y O'Farrill, Condesa de Merlín, La Habana 1789, París 1852, que “el estilo de la señora Merlín es en lo general templado, fácil, elegante y gracioso. Se encuentra en sus escritos un juicio exacto y una admirable armonía de ideas”.
"Fille de la Havane, je suis heureuse de dévoiler à l'Espagne les besoins et les ressources de sa colonie", así, en francés, es que emerge uno de los textos fundacionales de la literatura cubana escrita por mujeres, su autora, la Condesa de Merlín, había nacido en la isla cincuenta y un años antes, viuda de Antoine Christoph, general bonapartista y Conde de Merlín.
Paradójico, pero nada extraño quizás, dadas las circunstancias de una nación que pudiera no ser otra cosa que el sueño de un poeta, José Martí, un hijo de españoles que viviera tan sólo unos dieciocho años de su vida en esa isla, de ellos nada más uno en edad adulta; nación que por más que su independencia se hiciese al costo de tres décadas de guerra, feroz descabezamiento que dejaría diezmada la población y destruida la riqueza, no podría ser sino europea; culturalmente europea.
Así, Espejo de Paciencia, escrito por Don Silvestre de Balboa y Troya de Quesada allá por 1608, poema épico que se ha venido a considerar, con algo de hipérbole, nada más y nada menos que la primera obra literaria de la Historia de la Literatura Cubana; pero, hombre, hiperbólico es también el nombre que se gastaba el escritor, como hiperbólico es todo lo nuestro; tanto que no bastaría con lo de Don Silvestre y algunos estudiosos aseguran ahora que el poema Florida, escrito por Fray Alonso de Escobedo entre 1598 y 1600, sería el verdadero iniciador de las letras isleñas; un extensísimo canto sobre el recorrido americano del autor español que sólo dedica unas pocas páginas a su paso por la localidad cubana de Baracoa; con lo que la primera obra de la Historia de la Literatura Cubana no sería ya ni siquiera un poema, sino la pequeña porción de un poema; lo cual parece el colmo de las pretensiones patrias por muy minuciosamente descriptivas que sean esas páginas de la región y de los indios baracoenses.
Claro que tampoco Don Silvestre era cubano, sino canario, ni cubanos eran los protagonistas del Espejo de Paciencia, ni mucho menos era cubano el discurso homérico (o más propiamente discurso de la épica española renacentista) sobre el que se monta su obra; cubanos eran, esos sí, el paisaje, la flora y la fauna que describe y enumera el escritor con eficacia de mercader. Luego, si ello es así para los inicios de de las letras isleñas en general, a santo de qué habríamos de asombrarnos porque los inicios de la literatura isleña escrita por mujeres sea no en español, sino en francés. Nada exótico a fin de cuentas, lo exótico acá sería que la obra estuviese escrita en arawak; como gustaría sin dudas a los defensores del tercermundismo, el latinoamericanismo y el nacionalismo a ultranza.
La Condesa de Merlín había emprendido esta larga travesía hacia su tierra nativa, que daría lugar a Viage á La Habana, partiendo de París, pasando por Inglaterra y Estados Unidos, para dirigirse luego a la isla, mientras redacta una suerte de diario de viaje a la manera epistolar. Estamos hablando de treinta y seis cartas escritas en francés, dirigidas a parientes, sobre todo a su hija Madame Gentien de Dissay, pero también a amigos, artistas, escritores, hombres de ciencia y personalidades de poder. Cartas que describían a los europeos los hábitos y las tradiciones de los pueblos del Nuevo Mundo.
El libro resultante de la dicha travesía fue concluido en 1842, pero se vino a publicar en 1844 en París bajo el título de La Havane, al mismo tiempo que se publicaba en Bruselas y, al parecer, también en La Haya, e inmediatamente después en español, en una versión extractada y bajo el título de Viage á La Habana, en Madrid, acompañado por una introducción: Apuntes biográficos de la Señora Condesa de Merlín, de otra bella criolla, la compatriota Gertrudis Gómez de Avellaneda. Bellas, grandes y bellas ambas hembras, hembras absolutas; la verdad.
En un fragmento de su Viage á La Habana la Condesa escribe: “Algunas horas más, y estamos en Cuba. Entre tanto permanezco siempre aquí, inmóvil, respirando el aire natal, y en un estado casi comparable al del amor dichoso. Ya conoces mi repugnancia hacia los barcos de vapor, repugnancia que se aumenta con la idea de la poesía de las velas. La experiencia ha confirmado mi aversión a los unos y mi preferencia hacia los otros. Es incontestable que el movimiento de un barco de vela es más suave y más regular que el de un barco de vapor. Este último, además del balance y del cabeceo, es combatido sin cesar por el estremecimiento que causa el movimiento de las ruedas, sin contar la violenta y dura sacudida que prueba cuando hiende con esfuerzos las olas agitadas. No hablo del desaseo, de la incomodidad y de otras desventajas inseparables del empleo del vapor. Los sentimientos de las mujeres no son justiciables de los economistas; por muy admirable que se muestre la inteligencia del hombre poniendo a contribución los elementos para aprovecharse del resultado de su lucha, a mí me parece más grande el hombre solo batallando con los elementos. Amo yo más este combate, este peligro, esta incertidumbre del porvenir, con sus agitaciones, sus sorpresas y su alegría: una travesía a la vela es un poema lleno de bellezas y de peripecias imprevistas en que el hombre aparece en toda la grandeza de su ciencia y de su voluntad, ennobleciendo el peligro por la audacia calculada con que lo arrastra. A los caprichos o al furor del mar opone él su fuerza y su prudencia, su vigilancia continua y su paciencia maravillosa, y siempre en lucha con los innumerables accidentes de los elementos, sabe igualmente sacar partido de ellos y dominarlos”.
Un fragmento que devela el alma romántica de la Condesa, romanticismo acá no como sonsera de la sensibilidad lloricona, no, nada de eso, la Condesa, como la Avellaneda, cumpliría el paradigma de Milan Kundera acerca de que a una abundancia en el lagrimal corresponde, en el negociado de la vida, una abundancia de reseques en el corazón. Entonces, el fragmento devela más bien una grandeza de alma, grandeza acá como sinónimo de sabiduría; sabiduría que permite a María de las Mercedes Beltrán Santa Cruz y Cárdenas Montalvo y O'Farrill percatarse, en ese siglo XIX que se precia de su modernidad, que alardea de ella sin recato, que se precia de su racionalidad, que alardea de ella sin recato (no olvidemos que es el siglo de Carlos Marx), percatarse de que la modernidad pudiera ser lo más retardatario, percatarse de que el racionalismo pudiera ser la máxima locura; fíjense sino en lo retardatario, en la locura del legado que nos deja, en los iluminados campos concentracionarios del comunismo, ese dechado de modernidad y racionalismo que fuera Carlos Marx.
Nacida en La Habana de una familia de aristócratas (los Santa Cruz eran condes de Santa Cruz de Mopox y de San Juan de Jaruco, mientras los Montalvo eran condes de Macuriges y de Casa Montalvo, y su padre fue proclamado Grande de España post-mortem), su infancia en la isla se desarrolló de manera muy libre, aunque posteriormente la joven María fue internada en el convento de Santa Clara, institución en la que tuvo una educación severa, pero donde pasó poco tiempo, lo necesario para establecer buena amistad con una monja, Sor Inés, de la cual muchos años después escribirá la biografía.
A los doce años la futura Condesa de Merlín se trasladó a Madrid, 1802, donde desde hacía tiempo vivía su madre, Teresa Montalvo, quien era dama de honor de la reina María Luisa y tenía en la capital un salón de tertulias por el que pasaban políticos, escritores y artistas donde, al parecer, la autora conoció, entre otras personalidades, al pintor Goya.
Con la invasión napoleónica la familia se afrancesó, como consecuencia de que el general O'Farrill, tío de doña Teresa y ministro de guerra de Fernando VII, apoyó decididamente a José Bonaparte y, por lo tanto, la escritora vivió en el entorno de la corte napoleónica y vino a compartir la suerte de los invasores, así que en 1811 se casó con el general francés Antoine Christoph, al que pocos años antes, en 1809, se le había otorgado el título de Conde de Merlín.
Tras la caída de la monarquía bonapartista, María de las Mercedes se marchó a París en 1812, y en su nueva patria la ya Condesa de Merlín asistió, desde una posición privilegiada, a toda la parábola de la política francesa de la época, y fue además una distinguidísima dama de la alta sociedad que actuaba con el fin de que la ciudad de París se sostuviera como el centro mundial de cultura de ese tiempo.
Rossini, Meyerbeer, Musset, Listz, Chopin, Balzac, Orfila, María Malibrán, George Sand y muchos otros grandes de las artes y las letras animaban las tertulias de su salón parisino, quizá no gratuitamente pues la condesa de Merlín era una mujer inteligente y, sobre todo, fascinante, dotada con la fama de ser muy buena cantante, y no debería dudarse que un elemento añadido a su atractivo estaría determinado por el encanto de lo exótico de su origen criollo, caribeño; aspecto del que ella misma estaría consciente cuando, en su primera autobiografía, escribió: “mi color de criolla, mis ojos negros y animados, mi pelo tan largo que costaba trabajo sujetarle, me daban cierto aspecto salvaje...”
Pero además de una excelente animadora cultural y anfitriona, la Condesa de Merlín fue una escritora de éxito no en lengua española, como se esperaría, sino en lengua francesa, dedicándose principalmente al género biográfico, donde destaca su Histoire de la Soeur Inés que recoge la vida de la ya mencionada monja del convento de Santa Clara de La Habana, y Le loisirs d'une femme du monde, obra editada en 1838 en París y Bruselas, y traducida además al inglés y al italiano, y que no era más que el relato de la breve y desventurada vida de la amiga y cantante española, María García Malibrán.
Pero el texto de la Condesa de Merlín que al presente perdura en el quehacer de la crítica y que, como hemos anotado, ha hecho el milagro de que una escritora de lengua francesa venga a ser reconocida entre las pioneras de la literatura cubana escrita por mujeres, es La Havane, publicado luego en español como Viage á La Habana; honor que ella comparte con la Marquesa Beatriz de Jústiz y Zayas, La Habana, 1733, los Molinos, 1803, y con la prologuista de su Viage á La Habana, Doña Gertrudis de Avellaneda
La Havane es un texto extremadamente interesante debido a las innumerables sugestiones y niveles de lectura que ofrece al atento lector, viéndose no sólo como un viaje de peripecias exteriores, como era de esperar, sino como un viaje de peripecias interiores, un viaje en que la viuda Madame de Merlín redescubre a María de las Mercedes, quiere decir, un viaje más que nada hacia la psiquis, hacia los orígenes americanos, insulares en realidad, de la expatriada que ha devenido europea por la fuerza de las conveniencias y las circunstancias.
La Condesa de Merlín vivió inmersa en los entresijos del poder en su época y, como la Avellaneda, nunca se sintió acomplejada de su situación privilegiada, de ser integrante de la alta clase y amiga del orden natural de las cosas, y lo cierto es que de la Merlín pudiera decirse lo mismo que dijera de la Avellaneda el intelectual isleño Enrique José Varona, algo así como que a la autora la oiréis cantar a los imperios, al triunfo del cristianismo, a las fuerzas prepotentes y misteriosas de la naturaleza, que a ella nada le mueve, sino lo que sobresale, lo que impone, ver el mundo a vuelo de águila agregaríamos nosotros, y es que ambas autoras, mujeres situadas más allá del mundanal, estarían persuadidas de que a las clases bajas no se les ayudaría descendiendo a su nivel, sino alzándolas de su nivel, dándoles la oportunidad de alzarse sobre su nivel, como si ellas, señeras señoras de nuestras letras, intuyeran que una sociedad marcha bien cuando las clases bajas imitan a las clases altas y mal, muy mal, al abismo tal vez, cuando las clases altas comienzan a imitar a las clases bajas, dándose entonces lo que definiríamos como una especie de pacto de suicidio tácito entre las clases altas y las clases bajas, suicidio social, socialismo o muerte, justo lo que sucedería en la isla apenas un siglo después de ambas damas dejar este mundo, expatriadas las dos, la una en París la otra en Madrid, como si ambas otearan, olfatearan el olor de la pólvora estallando en la escabechina independentista, precisamente no en los principios sino en la perversión de unas clases y las otras danzando de la mano derechito al matadero.