1
La facultad de la camiseta de rayas para predisponer al verso es idéntica a la facultad de la jaula para listar los huevos de las aves que viven hacinadas en ella y se ven forzadas a aovar sobre los alambres que, además de rodearlas, les sirven de suelo.
La cáscara del huevo, blanda aún, guarda la impronta de los alambres como el futuro versificador la de la camiseta de rayas que vistió de niño.
2
Se sabe que la cárcel inclina al verso. El responsable es el uniforme. No importa que sus barras sean, en ocasiones, verticales. Al echarse a dormir, las perspectivas se acomodan y los prisioneros leen y se dejan leer: cuartetos, los más robustos; tercetos, los más delgados, y hasta versos sueltos, los enjutos. “Sonetos para armar” diría el carcelero si el entorno enrejado, humanizándole, también le animara a versificar.
No en balde Rafael Alberti privilegiaba la imagen del marinero. Su lealtad al soneto le fue inculcada por las camisetas que vistió de niño.
3
Los muebles tapizados y expuestos a las franjas de claridad y sombra que arroja una persiana acaban reproduciendo esas franjas en sus superficies y adoptando un aire atigrado que sólo sus propietarios advierten.
El sol que dora las estancias extrae bigotes de los forros, hocicos de los cojines y trueca en ojos los botones que condecoran las telas.
Quien resolvió dar aspecto de garra a las extremidades inferiores de algunos muebles sabía lo que hacía, nada forzó: trajo a la superficie lo que yacía insumiso en la madera. Basta mirar al suelo para constatar el esfuerzo de las uñas retráctiles para no clavarse en él.
Los grandes aficionados al soneto se reconocen entre sí por la calidad rayada de sus semblantes. De tanto asomarse a este tipo de composición, versos y entrelíneas les cruzan el rostro de sien a sien, de mejilla a mejilla, y hasta de oreja a oreja cuando prefieren los sonetos escritos en alejandrinos.
Algunos autores acaban adquiriendo aspecto de presidiarios, aunque los barrotes que los pautan no esbocen celdas sino pentagramas y tendidos eléctricos donde sus fosas nasales recuerdan el pecho de algunas parejas de palomas oscuras que posan en los tendidos al caer la tarde. Si el soneto tiene estrambote –versos adicionales—los poetas adoptan pinta de ahorcado.
He visto a devotos de los sonetos de William Shakespeare con el cuello listado como un poste de barbero y la sombra de los dos versos finales impresa en la clavícula.
4
Unas persianas de origen chino que permitían a las mujeres de la corte Heian (794-1185) tener conversación con hombres ajenos al círculo íntimo sin ser vistas, resguardando así la etiqueta y el decoro, del mismo modo que durante muchos siglos permitieron al Hijo del Cielo* dar audiencia sin mostrar más que los pies, reaparecieron colgadas por Aurelio Asiain en Internet.
Tras los sonetos de Delmira Agustini suele escucharse un gemido de placer; tras los de Gabriela Mistral, una detonación; tras los de Alfonsina Storni, un gluglú. Por debajo del decimocuarto verso de cualquiera de ellos no es raro que asome la yema del dedo gordo de un pie y, en el caso de los escritos por las primeras, un hilo de sangre.
* Emperador