El escritor cubano Cirilo Villaverde, nacido en Pinar del Río, en el Ingenio Santiago, en octubre de 1812, y muerto en Nueva York, en octubre de 1894, viene a cumplir el paradigma de los ilustres que en la isla han sido; paradigma de persecución, presidio y destierro; al punto que Villaverde, como la Avellaneda y Martí, viviera más tiempo en el extranjero suelo que dentro de Cuba; como si ese suelo, la sociedad sobre ese suelo, no resistiese el sello de los señeros y, en consecuencia, los deyectase.
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Villaverde no fue escritor de existencia apacible, como ahora abundan amparados en la protección del estastismo castrante, y a veces castrense, sino prolijo en peripecias de todo tipo, así, en prólogo a la primera edición de su novela Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, Nueva York, mayo, 1879, el autor asegura refiriéndose a su encarcelamiento en 1848 y a los avatares subsiguientes:
“Pasada la media noche del 20 de octubre del último año citado, fui sorprendido en la cama y preso, con gran golpe de soldados y alguaciles por el comisario del barrio de Monserrate, Barreda; y conducido a la cárcel pública, de orden del capitán general de la Isla, D. Federico Roncali.
Encerrado cual fiera en una oscura y húmeda bartolina, permanecí seis meses consecutivos, al cabo de los cuales, después de juzgado y condenado presidio por la comisión General Permanente como conspirador contra los derechos de la corona de España, logré evadirme el 4 de abril de 1849, en unión de D, Vicente Fernández Blanco, reo de delito común y del llavero de la cárcel García Rey; quien de allí a poco fue causa de una grave dificultad entre los gobiernos de España y los Estados Unidos. Por extraña casualidad los tres salimos juntos en barco de vela del puerto de la Habana, pero nuestra compañía sólo duró hasta la ría de Apalachicola, en la costa meridional de la Florida desde donde me encaminé por tierra a Savanah y Nueva York.
Fuera de Cuba, reformé mi género de vida: troqué mis gustos literarios por más altos pensamientos; pasé del mundo de las ilusiones al mundo de las realidades; abandoné, en fin, las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava, para tomar parte en las empresas del hombre libre en tierra libre. Quedáronse allá mis manuscritos y libros, que si bien recibí algún tiempo después, ya no me fue dado hacer nada con ellos; puesto que primero como redactor de La Verdad periódico separatista cubano, luego como secretario militar del General Narciso López, llevé una vida muy activa y agitada, agena (sic) por demás a los estudios y trabajos sedentarios”.
Con el fracaso de la expedición de Cárdenas en 1850, el desastre de la invasión de las Pozas y la muerte del ilustre caudillo de nuestra intentona revolucionaria en 1851, no cesaron, antes revivieron nuevos proyectos de libertar Cuba, que venían acariciando los patriotas cubanos desde muy al principio del presente siglo. Todos, sin embargo, cual los anteriores, terminaron en desastres y desgracias por el año de 1854 (…)Tras la nueva agitación de 1865 a 1868 vino la revolución del último año nombrado y la guerra sangrienta por una década en Cuba, acompañadas de las escenas tumultuosas de los emigrados cubanos en todos los países circunvecinos a ella, especialmente en Nueva York. Como antes y como siempre troqué las ocupaciones literarias por la política militante, siendo así que acá desplegaban la pluma y la palabra al menos la misma vehemencia que allá el rifle y el machete”.
Por otra parte, Cirilo Villaverde ha sido uno de los narradores más prolíficos de la literatura cubana, con una obra que pudiera definirse dentro del movimiento del romanticismo pero que, sin embargo, termina por reflejar una atmósfera sociológica y psicológica que la harían trascender más allá de su época; convirtiendo al también activista político proindependentista en un autor fundamental del siglo XIX en la isla. Así, Cecilia Valdés o la Loma del Ángel resulta la historia trágica de una mulata habanera que sería primero una pieza de ficción que presentó en forma de relato breve, pero que luego Villaverde convertiría en una novela de más de 600 páginas.
La protagonista, Cecilia Valdés, es una suerte de escultura de ébano que contiene a la mujer fatal, símbolo de la seducción, de la seducida, hija ilegítima de un caballero y de una parda que, con el decursar del tiempo, devino en el imaginario isleño en síntesis de la mujer cubana, sensual, pícara, cautivadora, cortejada por muchos hombres y con las aspiraciones de ascender en la escala social; arquetipo, en definitiva, de la nacionalidad en formación. Nacionalidad que, como la protagonista de Villaverde, parece estar a medio camino de todo sin cuajar, llegar a ningún sitio como no sea el de la tragedia; una tragedia que parece advenir por vía de la entrepierna envuelta en el contoneo duro y rítmico de las caderas sobre adoquines de luz; obviedad de las tardes en el trópico, trópico de donde huye el tropo. Una luminiscencia que no deja espacio para el misterio. La mulata se menea, los hombres se derraman. Un pregón canta a la fruta como si cantara a la carne. La fruta y la carne se dañan, pudren prematuramente al sol; miasmas recalentadas ascienden en vaharada desde las alcantarillas...
En otro orden, la novela es también alegato antiesclavista donde se describe el ambiente colonial isleño de comienzos del siglo XIX y se anotan las injusticias sociales, especialmente las derivadas de la ignominia de que unos hombres puedan ser dueños de sus iguales de oscura piel; primero abolicionista y posteriormente independentista, Villaverde entreteje una trama romántica en cuyo trasfondo encontraríamos el drama derivado de la condición colonial de la isla y la condena de la vida del esclavo como animal de faena en el ingenio azucarero.
Villaverde estudió en el prestigioso Seminario de San Carlos de La Habana, graduándose en Leyes en 1834, durante buena parte de su vida se dedicó a la enseñanza y al periodismo, escribiendo en numerosos diarios y revistas, entre ellos Cartera Cubana, El Faro Industrial y El Recreo. Tras escapar de la cárcel, el escritor se va a Nueva York donde trabaja junto a otros emigrados en el periódico La Verdad y, más tarde, inmerso en el laboreo independentista constituye la primera Junta Cubana, de la que fue nombrado secretario.
En 1853 dirigió los cuatro números que salieron del seminario El Independiente, colaboró en La América y el Frank Leslie's Magazine, y dirigió además La Ilustración Americana, 1865-1869, y El Espejo, 1874. En Estados Unidos, como tantos otros cubanos del pasado y del presente, vivió el autor hasta su muerte, con dos esporádicos viajes a la isla. Villaverde deja, además de Cecilia Valdés, otras obras narrativas de valor, entre ellas El espetón de oro, 1838, Teresa, 1839, La joven de la flecha de oro, 1841, Excursión a Vuelta Abajo, 1844, Compendio geográfico de la Isla de Cuba, 1845, Comunidad de nombres y apellidos, 1845, El librito de cuentos y las conversaciones, 1847, El librito de los cuentos, 1857, y Dos Amores, 1858.
José Martí escribió a la muerte de Villaverde, en una crónica de 1894 en el periódico Patria: “De su vida larga y tenaz de patriota entero y escritor útil, ha entrado en la muerte, que para él ha de ser el premio merecido, el anciano que dio a Cuba su sangre, nunca arrepentida, y una inolvidable novela. Otros hablen de aquellas pulidas obras suyas, de idea siempre limpia y viril, donde lucía el castellano como un río nuestro sosegado y puro, con centelleos de luz tranquila, de entre el ramaje de los árboles, y la mansa corriente recargada de flores frescas y de frutas gustosas. Otros digan cómo aprovechó, para bien de su país, el don de imaginar, o compuso sus novelas sociales en lengua literaria, antes de que de retazos de Rinconete o de copias de Francia e Inglaterra diesen con el arte nuevo los narradores españoles. Ni cuando el amable Delmonte saludaba en él, con aquel cultivo de mérito por donde es la crítica más útil que por la agria censura, «al primer novelista de los cubanos»; ni cuando en el silencio del destierro, con aquella rara mente que tiene de la miopía la menudez sin la ceguera, compuso, al correr de sus recuerdos de criollo indignado, los últimos capítulos de su triste y deleitosa «Cecilia»; ni cuando, a la sombra de los nobles lienzos de Canos o Murillos que le quedaron de la antigua fortuna, leía, con orgullo de criollo fiel, los elogios vehementes de América, o de alguno de España, de ignorancia infeliz; ni cuando en las oscuras mañanas de invierno iba puntual, muy hundido ya el cuerpo, a su servidumbre de trabajador, allá en la mesa penosa de El Espejo, se vio a Cirilo Villaverde tan meritorio y fogoso y digno de verdadera admiración, como una noche de New York, de mortal frío, en que, recién vencida, en un ensayo descompuesto, la idea de la independencia de su patria, con sus manos de setenta años recibía afanoso, en la puerta de un triste salón, a los hombres enteros, capaces de lealtad en la desdicha, que a su voz iban a buscar manera de reanudar la lucha inmortal que en los yerros inevitables y útiles aprende lo que ha de contar o de descontar, para poner al fin, sobre la colonia que ciega a los hombres y los pudre, la república que los desata y los levanta. ¡Y qué manso contraste el de la blandura de sus gestos con el azote y rebeldía de su palabra! «¿A qué perder tiempo?» ¿A qué creer que el lobo le ponga mesa a la oveja, y se salga del festín, y se quede con hambre a la puerta, mientras la oveja adentro triunfa y se regala? ¿A qué tener atado uno de los países nuevos del mundo a una nación caída, hambrienta e inútil? ¿A qué confundir la necesidad histórica y humana de la independencia de Cuba, que es ley que sólo admite la demora de la madurez, y no se puede desviar, con la infelicidad, respetable siempre, de una de las tentativas hechas para acelerarla? ¡Pues a otra tentativa, mejor hecha! ¡Seguir hasta llegar!» Y el anciano hablaba a los jóvenes, rodeado de ancianos. Tenía derecho a hablar, porque en la hora de la prueba, cuando el empuje de Narciso López, no había mostrado miedo de morir”.
Es oportuno destacar que, como apuntara Martí, Cirilo Villaverde fue secretario particular del general venezolano Narciso López durante los años de sus expediciones militares a Cuba y que, en junio de 1849 en la ciudad de Nueva York, el escritor participa junto a un grupo de personalidades en el diseño de la actual bandera nacional. En el acto estuvieron presentes, además de López y Villaverde, el poeta Miguel Teurbe Tolón y su esposa Emilia y Juan Manuel Macías, edecán del general López. Ha contado Villaverde que en aquella ocasión el general trazó sobre un papel en blanco el diseño de lo que después sería la bandera de los cubanos.
Es oportuno apuntar también que Narciso López no quería otra cosa que anexar Cuba a Estados Unidos; lo mismo, es de presumir, que querría su secretario Villaverde por esa época; lo mismo que, al parecer, quiso en algún momento Ignacio Agramante al punto que, cuentan, se echaría a la manigua con la bandera norteamericana bordada en las bocamangas de su guerrera. Nada extraño, por otro lado, que muchos de los más ilustres independentistas fuesen primero anexionistas, pues la república del norte encarnaría los ideales de progreso y libertad individual que los próceres, se supone, deseaban ver triunfar en sus propios predios. Es más, diríamos que esos ideales de progreso y libertad individual brillaban escandalosamente por su ausencia en las repúblicas del sur recién emancipadas de España. Es más, diríamos que esos ideales de progreso y libertad individual serían más susceptibles de encontrarse bajo el dominio español que bajo el dominio de los caudillos derivados de la independencia en el continente. Por cierto que nadie como Narciso López para comprender esa paradoja, y en consecuencia su secretario Villaverde, pues su padre había sido alevosamente asesinado por las feroces huestes independentistas de Boves en el asalto a la ciudad de Valencia, en Venezuela; una masacre en la que murieron muchos inocentes y de la que a duras penas pudo escapar López siendo muy joven aún; según hace constar el historiador cubano Herminio Portell Vilá en su libro Narciso López y su época, La Habana, 1930. Por cierto que López se ganó los grados de general no en los ejércitos independentistas sino, como la lógica filial indicaría, en el Ejército español.
Pero éste no es un artículo sobre el general Narciso López, sino sobre el escritor Cirilo Villaverde, un escritor de la índole de los que no se conformarían con permanecer en el solitario oficio de hilvanar palabras, entrelazar frases y construir párrafos más o menos felices, sino de los que se arriesgan en el accionar en pos de mejorar, o mandar, el mundo de las realidades políticas y, por si fuera poco, se arriesgan también en el accionar de unos rituales de alta magia en pos de mejorar, o mandar, desde el ultramundo mediante el manejo de las inasibles manifestaciones del espíritu porque, es bueno decirlo, Villaverde, como José Martí y Víctor Hugo y tantos otros prohombres de letra y tralla, formaría fila en el laboreo eficiente de las logias de la francmasonería universal. Luego, dicho lo anterior, nunca estaríamos a punto de saber si Cecilia Valdés era sólo una sensual y descocada mulata o el símbolo de lo circunstancial y fenoménico que, por mandato de los demiurgos, se materializa en un espacio de espejismos e ilusiones para confundir a los desgraciados habitantes de una ínsula que, como mariposas nocturnas, se empeñasen siempre en estrellarse contra la luz; tanta luz que mata.