Nadie sabe dónde radica el libre albedrío. La mariposa va donde las alas la llevan, advierte José Martí, y uno se pregunta si la mariposa lo sabe; si las alas no tendrán que batallar mucho para conseguir que el insecto prefiera el aire al suelo; si éste, que desprovisto de alas deja mucho que desear, no será para ellas motivo de vergüenza; si el aleteo mismo no responderá al esfuerzo angustioso de ambas por encubrirlo o deshacerse de él; si el vuelo no será más que una consecuencia de la aspiración de las alas a desprenderse de ese fuselaje feúcho, dotado de antenas, ojos y patas, que, además de privarlas de toda independencia, las fuerza a compartir, haciendo las veces de bisagra, un solo destino. Una hoja de papel vuela sola, ¿por qué no un ala?
Si la mariposa va donde las alas la llevan, el hombre va donde lo llevan sus pies, sólo que éstos, armados de piernas, lejos de pretender dejar atrás al hombre o quitárselo de encima lo enarbolan como un trofeo de guerra, como una extensión de sí mismos gracias a la cual pueden distanciarse parcialmente de la tierra y presumir de un extremo superior que les sirve de periscopio.
Los pies cargan con el hombre como el padre orgulloso carga y sienta al hijo sobre sus hombros, y son tan consentidores que permiten al muy ingenuo jactarse de ser él quien carga con ellos; él, que en vez de echar alas echó brazos y que, para consolarse del error, fabrica enormes embarcaciones aéreas que un día dejarán de dirigirse adonde él les indica para ir adonde sus alas las lleven. Acaso ya lo hagan y el hombre, tan ingenuo como la mariposa, dé por propia una voluntad superior que lo utiliza para ejecutar planes que él ignora.
Quien quiera cazar mariposas sin verse obligado a abandonar la comodidad de su hogar ni a blandir redes con humos de colador, amigas de aturdirlas y quebrarles las alas, sólo tiene que leer a José Martí: le saldrán al paso en bandadas y algunos ejemplares lo dejarán boquiabierto.
¡Ay! quédate, y verás la maravilla
De una mariposa
Que cubre con sus alas
Toda la tierra.
El planeta mismo se le antojó mariposa que de rondar el sol enferma y muere, como si la era de las discusiones en torno al calentamiento global se inaugurara con su obra, tuviera su piedra angular en ese verso.
De sí mismo, artefacto maltrecho, lugar donde habita la muerte, las veía aflorar: ¿Qué es este pensamiento? ¿De dónde vienes? De mi máquina rota te alzas tú, alegre, cual mariposa que sale de una tumba.
A la metamorfosis de rigor, las mariposas de Martí incorporan otras. Una mariposa adopta la forma de un ejemplar de Ismaelillo y sirve al autor para destacar la estatura moral y la cubanía de la persona a quien dedica ese ejemplar: va a Vd. el libro como a una palma va una mariposa.
Otras incorporan formas humanas: parecían, por el murmullo suave de las voces, y el agitar las plumas de abanicos, y el mover dentro del brillante traje el cuerpo esbelto, más que junta de damas, sesión de mariposas.
Otras revolotean alrededor de los poetas que aguardan su visita y que reconocen, abatidos, su ineptitud para prestarles atención puntual: Dicen los tales que las ideas les vienen a veces, luego de estarse quedos mucho tiempo, como si fueran ejércitos de mariposas, que les baten las sienes con las alas, y les rozan los labios, como llamando a ellos las palabras que las pinten, palabras que jamás llegan con rapidez bastante para colorear sobre el papel las inquietas y atropelladas mariposas.
Otras sobreviven temperaturas heladas: Los labriegos están gozosos porque los copos fríos, como mariposas blancas, les traen en sus alas, a hacer bien a las siembras, todo el amoniaco de la atmósfera y luego se tienden sobre la tierra, a que los animales dañinos mueran bajo ellos, y a que el saludable amoníaco, que gusta de volar como toda esencia, no se escape del suelo cultivado que lo ha menester.
Otras, como burbujas, ascienden de los barriles de vino, revolotean dentro de ellos y su aspecto concuerda con la buena o mala cepa de la bebida: los de vino puro están llenos de mariposas de varios colores. No así los de vino falsificado: que las mariposas de alas siniestras, de reflejos sulfúricos, que en sus tinieblas húmedas danzan, recuerdan a esas míseras mozas de venta que en fuga fantástica se deslizan como espectros expelidos a lo largo de los bulevares de París.
El espectáculo de un templo neoyorquino, la Iglesia de la Trinidad en el sur de Manhattan, donde la nutrida concurrencia ora con unción, le recuerda a Martí la felicidad del niño que, excitado por la hermosura y la capacidad de vuelo de una mariposa, la persigue, como ávido de atrapar un prodigio, seguro de que una mariposa lo es: todos recitan el padrenuestro con un fervor como el de la niñez: ¿qué no dan los hombres por una hora de pureza? ¿Por el instante en que vuelven a ser como cuando corrían detrás de las mariposas?: el padrenuestro es la niñez.
La belleza de la frase final turba y, si se lee con cuidado, conmueve: delata en el hombre incrédulo, extraño a la emoción que desborda un templo embebido en su fe, en el hombre distanciado de Dios, la nostalgia del niño creyente, la nostalgia del niño que fue. Sólo quien cree con la firmeza que creen los niños, cree que la mariposa es un milagro y corre tras ella.
Si la mariposa va donde las alas la llevan, el hombre va donde lo llevan sus pies, sólo que éstos, armados de piernas, lejos de pretender dejar atrás al hombre o quitárselo de encima lo enarbolan como un trofeo de guerra, como una extensión de sí mismos gracias a la cual pueden distanciarse parcialmente de la tierra y presumir de un extremo superior que les sirve de periscopio.
Los pies cargan con el hombre como el padre orgulloso carga y sienta al hijo sobre sus hombros, y son tan consentidores que permiten al muy ingenuo jactarse de ser él quien carga con ellos; él, que en vez de echar alas echó brazos y que, para consolarse del error, fabrica enormes embarcaciones aéreas que un día dejarán de dirigirse adonde él les indica para ir adonde sus alas las lleven. Acaso ya lo hagan y el hombre, tan ingenuo como la mariposa, dé por propia una voluntad superior que lo utiliza para ejecutar planes que él ignora.
Quien quiera cazar mariposas sin verse obligado a abandonar la comodidad de su hogar ni a blandir redes con humos de colador, amigas de aturdirlas y quebrarles las alas, sólo tiene que leer a José Martí: le saldrán al paso en bandadas y algunos ejemplares lo dejarán boquiabierto.
¡Ay! quédate, y verás la maravilla
De una mariposa
Que cubre con sus alas
Toda la tierra.
El planeta mismo se le antojó mariposa que de rondar el sol enferma y muere, como si la era de las discusiones en torno al calentamiento global se inaugurara con su obra, tuviera su piedra angular en ese verso.
De sí mismo, artefacto maltrecho, lugar donde habita la muerte, las veía aflorar: ¿Qué es este pensamiento? ¿De dónde vienes? De mi máquina rota te alzas tú, alegre, cual mariposa que sale de una tumba.
A la metamorfosis de rigor, las mariposas de Martí incorporan otras. Una mariposa adopta la forma de un ejemplar de Ismaelillo y sirve al autor para destacar la estatura moral y la cubanía de la persona a quien dedica ese ejemplar: va a Vd. el libro como a una palma va una mariposa.
Otras incorporan formas humanas: parecían, por el murmullo suave de las voces, y el agitar las plumas de abanicos, y el mover dentro del brillante traje el cuerpo esbelto, más que junta de damas, sesión de mariposas.
Otras revolotean alrededor de los poetas que aguardan su visita y que reconocen, abatidos, su ineptitud para prestarles atención puntual: Dicen los tales que las ideas les vienen a veces, luego de estarse quedos mucho tiempo, como si fueran ejércitos de mariposas, que les baten las sienes con las alas, y les rozan los labios, como llamando a ellos las palabras que las pinten, palabras que jamás llegan con rapidez bastante para colorear sobre el papel las inquietas y atropelladas mariposas.
Otras sobreviven temperaturas heladas: Los labriegos están gozosos porque los copos fríos, como mariposas blancas, les traen en sus alas, a hacer bien a las siembras, todo el amoniaco de la atmósfera y luego se tienden sobre la tierra, a que los animales dañinos mueran bajo ellos, y a que el saludable amoníaco, que gusta de volar como toda esencia, no se escape del suelo cultivado que lo ha menester.
Otras, como burbujas, ascienden de los barriles de vino, revolotean dentro de ellos y su aspecto concuerda con la buena o mala cepa de la bebida: los de vino puro están llenos de mariposas de varios colores. No así los de vino falsificado: que las mariposas de alas siniestras, de reflejos sulfúricos, que en sus tinieblas húmedas danzan, recuerdan a esas míseras mozas de venta que en fuga fantástica se deslizan como espectros expelidos a lo largo de los bulevares de París.
El espectáculo de un templo neoyorquino, la Iglesia de la Trinidad en el sur de Manhattan, donde la nutrida concurrencia ora con unción, le recuerda a Martí la felicidad del niño que, excitado por la hermosura y la capacidad de vuelo de una mariposa, la persigue, como ávido de atrapar un prodigio, seguro de que una mariposa lo es: todos recitan el padrenuestro con un fervor como el de la niñez: ¿qué no dan los hombres por una hora de pureza? ¿Por el instante en que vuelven a ser como cuando corrían detrás de las mariposas?: el padrenuestro es la niñez.
La belleza de la frase final turba y, si se lee con cuidado, conmueve: delata en el hombre incrédulo, extraño a la emoción que desborda un templo embebido en su fe, en el hombre distanciado de Dios, la nostalgia del niño creyente, la nostalgia del niño que fue. Sólo quien cree con la firmeza que creen los niños, cree que la mariposa es un milagro y corre tras ella.