Los hombres que viven espabilados por el niño que fueron, que siguen con la mirada el vuelo de una mariposa y anhelan que ésta revolotee sobre sus cabezas aunque no haga escala en ellos, saben que Campanilla --el hada a quien James Matthew Barrie asignó la custodia de Peter Pan-- asume la forma de este insecto y que el polvo que cae de sus alas y los rocía permite emprender vuelos más extraordinarios que los del hada misma, vuelos interiores, donde no hay confines, las imágenes piensan y los pensamientos pintan.
El destino de un hombre notable forzado a desperdiciar su vida en quehaceres mediocres le recuerda a José Martí el de una mariposa aprisionada en un cráneo vacío. Martí no especifica si el cráneo es el de un ser vivo o muerto: hay déficits que no discriminan. De tratarse de un vivo, habría que imaginar al insecto estrellándose contra el revés de sus pupilas, atascado en la trompa de Eustaquio y los cornetes, volando contracorriente, faringe arriba, hasta desplomarse, exhausto, bajo el arco húmedo del paladar. Dentro del cráneo de un hombre, vivo o muerto, debería haber suficientes bosques para que una mariposa se sintiera feliz. El paraíso terrenal no estuvo fuera de Adán sino dentro de él.
El drama de la mariposa presa en una calavera sólo palidece ante el de unos cisnes en trance similar. Por grande que sea el insecto, siempre encontrará espacio donde batir alas, girar sobre sí mismo y ensayar alguna pirueta; no así los cisnes. Aunque la bóveda craneal sea despejada y la mollera, piadosa, venza el vértigo y gane mayor altura, los cisnes permanecerán hacinados, arañándose contra la superficie del entorno óseo y fracturándose cualquier extremidad ansiosa de desentumecerse.
Leer los versos de Martí donde estas aves luchan por sobrevivir es, además de presenciar lo que ocurre dentro de él, acercar el oído a su cabeza y escuchar cómo las intenciones más puras se tronchan y extinguen, víctimas del espanto que las acecha:
Y en la taza del cráneo adolorido
Crujen las alas rotas de los cisnes
Que mueren del dolor de su blancura.
¡Oh, cómo pesan en el alma triste
Estas aves crecidas que le nacen
Y mueren sin volar! (…)
¿Dónde, lo blanco
Podrá, segura el ala, abrir el vuelo?
¿Dónde no será crimen la hermosura?
Que eran cisnes, y no mariposas, los que forcejearon en la calavera de Martí lo confirma el tamaño notable de su frente. Sólo una bandada de ellos pudo lograr, ejerciendo presión desde adentro, que el hueso cediera y combara a fin de proporcionarles mejor acomodo.
Entre los mariposarios que exhibe la obra martiana ninguno más curioso que el que algunos desprevenidos confundieron con una lluvia de sangre. Una de azufre ardiendo destruyó Sodoma; otra, de granizo y fuego, amedrentó al Faraón; otra, reseñada por Plinio el Viejo, esparció pedazos de carne sanguinolenta y lana en el siglo I. La reseñada por Martí tuvo lugar en 1881:
Una hermosa mañana del 2 de noviembre próximo pasado, los habitantes de un pueblo francés observaron que las paredes exteriores de sus casas estaban cubiertas de manchas rojizas como si hubiese llovido sangre. La conmoción fue general, y por más que los aldeanos aguzaron su escaso ingenio no pudieron llegar a descubrir las causas del fenómeno. No es de ahora solamente la aparición de este fenómeno, sino que, como dice un colega, ya en muchas otras ocasiones ha tenido el triste privilegio de asustar a los habitantes de las aldeas. En 1608 ocurrió en Aix una de esas lluvias llamadas de sangre que espantó a todo el pueblo. La población en masa acudió a las iglesias para apaciguar las iras celestes que semejante prodigio al parecer anunciaban.
Pero un sabio, M. Peiresc, hizo notar que aquellas gotas sanguinolentas no habían caído sobre los tejados, ni en los sitios expuestos al aire libre, sino en los lugares cubiertos. Hizo observar además que nadie había sido mojado por aquella pretendida lluvia y que ninguna persona tampoco la había visto caer. El fenómeno quedó sin explicar hasta un día en que Peiresc puso por casualidad en una caja varias orugas, y observó que una de sus especies, entre otras, había dejado en el otro lugar en que toda mariposa rompe la larva, una gran mancha de color de sangre. Aquello fue un rayo de luz para el sabio, pues la especie de mariposa que lo producía era aquel año muy frecuente en la comarca. Las supuestas gotas de sangre no eran, pues, otra cosa que la materia excrementicia roja que las mariposas habían dejado en su envoltura al romperla. Peiresc se apresuró inmediatamente a tranquilizar a la opinión pública. (La Opinión Nacional, 15 de diciembre de 1881).
Esta materia tiene un nombre, meconio, y es un fluido excretado por la mariposa luego de forcejear con la crisálida, romperla y verse libre. La libertad, cuando se la alcanza, suele tener consecuencias imprevistas. Hay pueblos que no saben qué hacer con ella y, tan pronto la consiguen, la manchan, no sólo de rojo.
NOTA: La imagen martiana de una mariposa aprisionada en un cráneo sugirió a la naturaleza, émula empedernida, la creación de una nueva especie de mariposa, la acherontia atropos, cuyo tórax transparenta una calavera humana.
El destino de un hombre notable forzado a desperdiciar su vida en quehaceres mediocres le recuerda a José Martí el de una mariposa aprisionada en un cráneo vacío. Martí no especifica si el cráneo es el de un ser vivo o muerto: hay déficits que no discriminan. De tratarse de un vivo, habría que imaginar al insecto estrellándose contra el revés de sus pupilas, atascado en la trompa de Eustaquio y los cornetes, volando contracorriente, faringe arriba, hasta desplomarse, exhausto, bajo el arco húmedo del paladar. Dentro del cráneo de un hombre, vivo o muerto, debería haber suficientes bosques para que una mariposa se sintiera feliz. El paraíso terrenal no estuvo fuera de Adán sino dentro de él.
El drama de la mariposa presa en una calavera sólo palidece ante el de unos cisnes en trance similar. Por grande que sea el insecto, siempre encontrará espacio donde batir alas, girar sobre sí mismo y ensayar alguna pirueta; no así los cisnes. Aunque la bóveda craneal sea despejada y la mollera, piadosa, venza el vértigo y gane mayor altura, los cisnes permanecerán hacinados, arañándose contra la superficie del entorno óseo y fracturándose cualquier extremidad ansiosa de desentumecerse.
Leer los versos de Martí donde estas aves luchan por sobrevivir es, además de presenciar lo que ocurre dentro de él, acercar el oído a su cabeza y escuchar cómo las intenciones más puras se tronchan y extinguen, víctimas del espanto que las acecha:
Y en la taza del cráneo adolorido
Crujen las alas rotas de los cisnes
Que mueren del dolor de su blancura.
¡Oh, cómo pesan en el alma triste
Estas aves crecidas que le nacen
Y mueren sin volar! (…)
¿Dónde, lo blanco
Podrá, segura el ala, abrir el vuelo?
¿Dónde no será crimen la hermosura?
Que eran cisnes, y no mariposas, los que forcejearon en la calavera de Martí lo confirma el tamaño notable de su frente. Sólo una bandada de ellos pudo lograr, ejerciendo presión desde adentro, que el hueso cediera y combara a fin de proporcionarles mejor acomodo.
Entre los mariposarios que exhibe la obra martiana ninguno más curioso que el que algunos desprevenidos confundieron con una lluvia de sangre. Una de azufre ardiendo destruyó Sodoma; otra, de granizo y fuego, amedrentó al Faraón; otra, reseñada por Plinio el Viejo, esparció pedazos de carne sanguinolenta y lana en el siglo I. La reseñada por Martí tuvo lugar en 1881:
Una hermosa mañana del 2 de noviembre próximo pasado, los habitantes de un pueblo francés observaron que las paredes exteriores de sus casas estaban cubiertas de manchas rojizas como si hubiese llovido sangre. La conmoción fue general, y por más que los aldeanos aguzaron su escaso ingenio no pudieron llegar a descubrir las causas del fenómeno. No es de ahora solamente la aparición de este fenómeno, sino que, como dice un colega, ya en muchas otras ocasiones ha tenido el triste privilegio de asustar a los habitantes de las aldeas. En 1608 ocurrió en Aix una de esas lluvias llamadas de sangre que espantó a todo el pueblo. La población en masa acudió a las iglesias para apaciguar las iras celestes que semejante prodigio al parecer anunciaban.
Pero un sabio, M. Peiresc, hizo notar que aquellas gotas sanguinolentas no habían caído sobre los tejados, ni en los sitios expuestos al aire libre, sino en los lugares cubiertos. Hizo observar además que nadie había sido mojado por aquella pretendida lluvia y que ninguna persona tampoco la había visto caer. El fenómeno quedó sin explicar hasta un día en que Peiresc puso por casualidad en una caja varias orugas, y observó que una de sus especies, entre otras, había dejado en el otro lugar en que toda mariposa rompe la larva, una gran mancha de color de sangre. Aquello fue un rayo de luz para el sabio, pues la especie de mariposa que lo producía era aquel año muy frecuente en la comarca. Las supuestas gotas de sangre no eran, pues, otra cosa que la materia excrementicia roja que las mariposas habían dejado en su envoltura al romperla. Peiresc se apresuró inmediatamente a tranquilizar a la opinión pública. (La Opinión Nacional, 15 de diciembre de 1881).
Esta materia tiene un nombre, meconio, y es un fluido excretado por la mariposa luego de forcejear con la crisálida, romperla y verse libre. La libertad, cuando se la alcanza, suele tener consecuencias imprevistas. Hay pueblos que no saben qué hacer con ella y, tan pronto la consiguen, la manchan, no sólo de rojo.
NOTA: La imagen martiana de una mariposa aprisionada en un cráneo sugirió a la naturaleza, émula empedernida, la creación de una nueva especie de mariposa, la acherontia atropos, cuyo tórax transparenta una calavera humana.