La noche posterior al tercer debate presidencial, Hillary Clinton y Donald Trump participaron en una cena de gala dedicada a recoger fondos para fines caritativos organizados por la Iglesia Católica. Se sentaron muy próximos, sólo separados por el arzobispo de New York.
Trump aprovechó la oportunidad para continuar atacando a Clinton. La audiencia lo abucheó. Eso no se hace. Nunca había ocurrido nada semejante. La tradición era que los candidatos utilizaran el humor, se rieran de ellos mismos y mostraran un rostro humano, es decir, frágil, contradictorio. Hay que cuidarse de las personas que no saben burlarse de sí mismas. Como Stalin, como Fidel Castro, como Mao.
Eso hubiera estado muy bien. Riendo se entiende la gente. Aunque en la historia política norteamericana no han faltado riñas, y hasta duelos a muerte (cuando tal cosa era lícita), la tónica general ha sido el trato respetuoso. Uno no tiene que amar a su adversario, pero sí debe tratarlo con cortesía. Es posible que algunos califiquen esa actitud de hipocresía, pero se equivocan.
Dos de los grandes presidentes republicanos, Abraham Lincoln y Ronald Reagan fueron famosos por su sentido del humor. Reagan no lo perdió ni cuando supo que padecía Alzheimer. Cuentan que se quedó callado, como asimilando el diagnóstico, sonrió y dijo: “bueno, no es tan mala la noticia. Conoces gente nueva todos los días”.
Hace muchos años me lo explicó Adolfo Suárez, primer presidente de gobierno durante la transición española: uno de los secretos de su éxito era la “cordialidad cívica”. Fue así como logró sentar en la mesa a los comunistas y a los franquistas, a los republicanos y a los monárquicos, a los socialistas y a los liberales. “Los ataques personales les cierran la puerta a los compromisos y una buena parte de la política es hacer o solicitar concesiones”.
En política las formas son tan importantes como el fondo. Acaso eso explica el creciente rechazo al candidato republicano. Tras afirmar en ese tercer debate que no había nadie más respetuoso con las mujeres que él mismo, le llamó a Hillary Clinton “nasty lady”, algo así como “señora asquerosa” en español. Volvió a repetir la expresión en la cena de marras. Previamente la había amenazado con encarcelarla si llegaba a la presidencia.
Lo que ha descarrilado la candidatura de Trump son las formas: sus insultos, sus exabruptos, su gesticulación intimidatoria, siempre a punto de propinarte una bofetada. Tras el tercer debate, CNN hizo la clásica encuesta sobre ganador o perdedor y el 52% le otorgó el triunfo a Hillary, mientras sólo el 39 opinó que Trump había sido el mejor. Trece puntos de diferencia.
Sin embargo, cuando se contrastaban las opiniones de ambos en la mayor parte de los temas (“quién ha estado mejor en economía, inmigración, salud, etc.”) los dos contendientes estaban muy próximos. A veces ganaba Hillary y otras Trump. Incluso, él obtuvo un punto más en materia de sinceridad.
¿Por qué, no obstante, la visión general resultaba más favorable a Hillary? Evidentemente, por las formas. Ella parecía más presidenciable, más fiable, más educada. Mucho más prudente, que es una de las mayores virtudes que puede tener una persona con mando, especialmente si está a su alcance la destrucción del planeta.
Casi nadie ponía en duda que había mentido innumerables veces, o que hubiera borrado miles de emails, pero sus formas eran correctas, y consiguió convencer a los espectadores de que era un peligro depositar en manos tan irascibles como las de Trump la posibilidad de desatar una guerra nuclear. No en balde 50 estrategas republicanos y otros tantos ex congresistas habían declarado que Trump no era apto para ejercer la presidencia de Estados Unidos.
Tras estas elecciones, que está a punto de perder, aunque las hubiera ganado con casi cualquier otro candidato, el Partido Republicano tiene una tarea muy urgente que realizar. Antes que buscar a un nuevo líder tiene que recuperar el sentido del humor. Sin cordialidad cívica es muy difícil vivir en democracia.