“Gabriel García Márquez fue un escritor superdotado, pero no fue un héroe”, titula en el Washington Post Charles Lane, uno de los editorialistas del diario capitalino, quien atribuye al genio de Aracataca “una extraña mezcla de brillo literario y podredumbre política”.
Lane recuerda que en 1968, mientras Cien años de soledad propulsaba a García Márquez a la fama, el poeta cubano Heberto Padilla publicaba el poemario Fuera del Juego. Las autoridades culturales cubanas permitieron inicialmente el libro de Padilla, e incluso lo elogiaron, a pesar de su protesta entre líneas contra el control oficial del pensamiento que ya estaba sofocando a Cuba menos de diez años después del triunfo de la revolución de Fidel Castro en 1959.
Luego --apunta el articulista-- las instrucciones cambiaron: el régimen de Castro desató una campaña contra Padilla y otros intelectuales afines, que culminó en marzo de 1971, cuando agentes de la seguridad del Estado arrestaron al poeta, confiscaron sus manuscritos y lo sometieron a un mes de brutales interrogatorios.
Padilla resurgió de su celda para autocondenarse ante sus colegas escritores por "haber sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual no me cansaré de arrepentirme”. También delató como contrarrevolucionarios a colegas suyos, y hasta a su esposa.
Lane rememora que intelectuales de todo el mundo --entre ellos Mario Vargas Llosa, otro astro del "boom” literario latinoamericano en el que descollaba García Márquez-- condenaron el espectáculo de corte estalinista y se distanciaron de la revolución cubana.
“Para García Márquez, en cambio, el caso Padilla representó un punto de inflexión diferente”, señala el autor. Cuando se le pidió que firmara la carta abierta a Castro en la que 62 de sus compañeros escritores expresaban "nuestra vergüenza y nuestra cólera" por el trato a Padilla, García Márquez se negó.
A partir de entonces, dice el editorialista del Post, el colombiano empezó a subir en la estimación de La Habana, hasta convertirse en miembro de facto del círculo íntimo de Castro, quien lo roció de favores, incluyendo una mansión, y estableció una fundación de cine en Cuba bajo la dirección personal de García Márquez.
El novelista, a su vez, prestó su celebridad y elocuencia al molino de la propaganda del régimen. En 1990 describió al dictador cubano como "un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal".
Para racionalizar esta íntima relación, García Márquez se ofrecía como intermediario cuando Castro ocasionalmente necesitaba liberar a algunos disidentes a fin de tranquilizar a Occidente.
Lo que Gabo nunca hizo –apunta Lane-- fue levantar su voz, o mover un dedo, en nombre del derecho de los cubanos a expresarse libremente. Lejos de ser "representante y voz de los pueblos de las Américas", se desempeñó como portavoz de facto de uno de sus opresores. Y en ello llegó hasta a defender la pena de muerte que Castro dictó contra funcionarios cubanos políticamente heterodoxos después de un juicio teatralizado en 1989.
El editorialista del Washington Post dice que uno puede imaginar muchas motivaciones para este comportamiento lamentable, y especula que tal vez García Márquez nunca superó el antiimperialismo que era premisa ideológica e insignia de sofisticación de la generación de intelectuales latinoamericanos a la que perteneció.
Termina diciendo Charles Lane que la verdadera grandeza literaria es una función no sólo de la habilidad narrativa y la creatividad lingüística, dones que García Márquez poseía en abundancia, sino también de la valentía moral, de la que él carecía. Así, su apología de Cuba será siempre un estigma en su legado.
Lane recuerda que en 1968, mientras Cien años de soledad propulsaba a García Márquez a la fama, el poeta cubano Heberto Padilla publicaba el poemario Fuera del Juego. Las autoridades culturales cubanas permitieron inicialmente el libro de Padilla, e incluso lo elogiaron, a pesar de su protesta entre líneas contra el control oficial del pensamiento que ya estaba sofocando a Cuba menos de diez años después del triunfo de la revolución de Fidel Castro en 1959.
Luego --apunta el articulista-- las instrucciones cambiaron: el régimen de Castro desató una campaña contra Padilla y otros intelectuales afines, que culminó en marzo de 1971, cuando agentes de la seguridad del Estado arrestaron al poeta, confiscaron sus manuscritos y lo sometieron a un mes de brutales interrogatorios.
Padilla resurgió de su celda para autocondenarse ante sus colegas escritores por "haber sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual no me cansaré de arrepentirme”. También delató como contrarrevolucionarios a colegas suyos, y hasta a su esposa.
Lane rememora que intelectuales de todo el mundo --entre ellos Mario Vargas Llosa, otro astro del "boom” literario latinoamericano en el que descollaba García Márquez-- condenaron el espectáculo de corte estalinista y se distanciaron de la revolución cubana.
“Para García Márquez, en cambio, el caso Padilla representó un punto de inflexión diferente”, señala el autor. Cuando se le pidió que firmara la carta abierta a Castro en la que 62 de sus compañeros escritores expresaban "nuestra vergüenza y nuestra cólera" por el trato a Padilla, García Márquez se negó.
A partir de entonces, dice el editorialista del Post, el colombiano empezó a subir en la estimación de La Habana, hasta convertirse en miembro de facto del círculo íntimo de Castro, quien lo roció de favores, incluyendo una mansión, y estableció una fundación de cine en Cuba bajo la dirección personal de García Márquez.
El novelista, a su vez, prestó su celebridad y elocuencia al molino de la propaganda del régimen. En 1990 describió al dictador cubano como "un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal".
Para racionalizar esta íntima relación, García Márquez se ofrecía como intermediario cuando Castro ocasionalmente necesitaba liberar a algunos disidentes a fin de tranquilizar a Occidente.
Lo que Gabo nunca hizo –apunta Lane-- fue levantar su voz, o mover un dedo, en nombre del derecho de los cubanos a expresarse libremente. Lejos de ser "representante y voz de los pueblos de las Américas", se desempeñó como portavoz de facto de uno de sus opresores. Y en ello llegó hasta a defender la pena de muerte que Castro dictó contra funcionarios cubanos políticamente heterodoxos después de un juicio teatralizado en 1989.
El editorialista del Washington Post dice que uno puede imaginar muchas motivaciones para este comportamiento lamentable, y especula que tal vez García Márquez nunca superó el antiimperialismo que era premisa ideológica e insignia de sofisticación de la generación de intelectuales latinoamericanos a la que perteneció.
Termina diciendo Charles Lane que la verdadera grandeza literaria es una función no sólo de la habilidad narrativa y la creatividad lingüística, dones que García Márquez poseía en abundancia, sino también de la valentía moral, de la que él carecía. Así, su apología de Cuba será siempre un estigma en su legado.