La muy cuestionada y apretada victoria del heredero político de Rafael Correa, Lenin Moreno, es un serio revés para quienes promueven en el hemisferio el despotismo electoral fundamentado en el control de las instituciones del Estado.
El candidato Moreno, quien fuera vicepresidente de Correa, comparte con el mandatario saliente la responsabilidad de haber creado las condiciones para lo que los populistas de izquierda califican como refundación del país, la entelequia por medio de la cual convocan a una nueva constitución con el objetivo final de controlar los poderes públicos para establecer una dictadura institucional.
Después de la derrota del oficialismo en Venezuela, que resultó en la perdida de la mayoría en la Asamblea Nacional y los resultados electorales en Argentina y Perú, la destitución de Dilma Rousseff y la caída de popularidad del boliviano Evo Morales que según una reciente encuesta solo el 17 por ciento de la población confía en su gestión, todo parece indicar que los “salvadores” van a tener que inventarse un nuevo discurso para seguir manejando la masa electoral que creyó ciegamente en sus promesas redentoras.
Aparentemente un amplio sector del electorado está harto de personajes que llegaron al poder demonizando la política y al asumir el control actúan aun peor que sus predecesores y salvo contadas excepciones, con la única meta de imponer un régimen unipersonal sin fecha de vencimiento en el que la corrupción gubernamental y privada alcanza cotas sin precedentes.
Ni uno solo de los gobiernos surgidos en la doctrina, si así se puede llamar, del Socialismo del Siglo XXI, ha demostrado ser eficiente y capaz de mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos, por el contrario, han impulsado el crecimiento del Estado favoreciendo la corrupción económica, pública y privada.
A la ineficiencia generalizada hay que agregar que la capacidad represiva de las autoridades se acrecienta y cierne sobre toda la sociedad. La inseguridad y la desconfianza se agrandan a niveles sin precedentes. El individuo teme por él, su familia y bienes y hace todo lo posible por pasar inadvertido para no convertirse en un objetivo del Estado o sus partidarios.
La confianza de los ciudadanos en todos los mecanismos del gobierno, aunque sean poco relevantes públicamente en las democracias, como son los tribunales electorales y judiciales se quiebra por completo, condición que favorece la abstención electoral, a la vez que los resultados de los comicios son sistemáticamente cuestionados por quienes no conquistan la victoria, porque no hay seguridad en los dispositivos usados para arribar a los resultados.
Las crisis que se generan en todos y cada uno de los países controlado por el SSXXI, una derivación del castrismo, se extienden a todo el hemisferio, en particular a las organizaciones regionales que se niegan a ser instrumentos de estos gobiernos despóticos.
Por otra parte hay que admitir que estas autocracias practican una verdadera solidaridad. Se apoyan mutuamente sin entrar a considerar si la parte en conflicto está actuando legítimamente o simplemente en virtud de sus intereses de sobrevivencia, como lo demostró la cancillería boliviana por medio de su embajador ante la Organización de Estados Americanos, OEA, al cancelar una convocatoria previa hecha al Consejo Permanente de la institución con el objetivo de discutir la situación de Venezuela.
Mientras los venezolanos rechazaban el golpe institucional de Nicolás Maduro y se apreciaban las contradicciones del régimen y posibles fisuras en el poder, la OEA, fue en el exterior, el principal escenario de la crisis del país sudamericano.
En la entidad regional, como nunca antes en el pasado, se evidenció el compromiso con la democracia de la mayoría de los países miembros, porque a pesar de la revocación de Bolivia de la sesión, una veintena de países acordó debatir el tema que concluyó instando al gobierno de Venezuela a garantizar la separación e independencia de poderes, y a restaurar "la plena autoridad" de la Asamblea Nacional.
La penosa realidad es que estos regímenes autocráticos gestan un coctel muy peligroso para el futuro de los países que controlan porque incentivan los conflictos sociales, endeudamiento nacional, división de clases, la inflación, escases de productos básicos y la polarización, impulsando una desconfianza generalizada que es el mejor abono a la desesperanza ciudadana.