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Corrupción e historia


 El presidente de Brasil, Michel Temer, habla durante la ceremonia de posesión del recién nombrado Ministro de Justicia y Seguridad Pública, Torquato Jardim (fuera de cuadro), hoy, miércoles 31 de mayo de 2017, en el Palacio del Planalto en Brasilia (Bras
El presidente de Brasil, Michel Temer, habla durante la ceremonia de posesión del recién nombrado Ministro de Justicia y Seguridad Pública, Torquato Jardim (fuera de cuadro), hoy, miércoles 31 de mayo de 2017, en el Palacio del Planalto en Brasilia (Bras

Michel Temer, el presidente de Brasil, teme acabar en la cárcel acusado de corrupción. Pudiera ser. Es la hora de la justicia y los Odebrecht de ese mundo están cantando La Traviata para reducir sus penas. La fantasía popular se imagina a Temer, Lula da Silva y Dilma Rousseff en la misma celda aportada por la operación policiaca Lava Jato.

Veamos, a brochazos, los antecedentes familiares-culturales de los tres expresidentes.

Uno, Temer, profesor de Derecho Constitucional, hijo de un matrimonio libanés, católico maronita, inmigrado a Brasil para escapar del desbarajuste turco generado tras la Primera Guerra mundial. La familia, como suele ocurrir con los católicos maronitas, descendientes de los míticos fenicios, tuvo un buen desempeño económico en la tierra de acogida.

Otro, Lula, un líder sindical del sector metalúrgico, cuyo padre fue un alcohólico perdido, brasileño-portugués por los cuatro costados, formalmente poco instruido, pero muy listo y perseverante. Ha sido el más pobre de todos los gobernantes brasileños de los últimos cien años y, sin duda, el más popular, pese a su notable incapacidad para fijar la atención y entender asuntos complejos.

Y la tercera, Dilma Rousseff, una economista proveniente de una familia enriquecida en los negocios inmobiliarios, hija de un abogado búlgaro comunista llegado a Brasil huyendo de la represión. Su madre era una maestra brasileña y Dilma, en su juventud, se incorporó a los grupos radicales violentos que adversaban a la dictadura militar.

Tres personas de muy distinto origen unidas en la corrupción. ¿Por qué? Porque Brasil y casi toda América Latina (y Portugal y España, que las desovaron en el Nuevo Mundo), son territorios culturalmente corruptos.

Más todavía: las tres cuartas partes del planeta –toda África, casi la totalidad de Asia, el sur y suroeste de Europa– están formadas por naciones cuyas sociedades han practicado diversas formas de corrupción desde que, lentamente, hace diez mil años, comenzaron a surgir los Estados tras la revolución agrícola.

Lo novedoso, lo extraño, es la no-corrupción, y ésta fue la consecuencia no prevista de una audaz máxima que acabó instalándose en las Constituciones y en los códigos de conducta, aunque casi nunca se respetara: “todos los ciudadanos son iguales ante la ley”, lo que también quería decir que “todos los ciudadanos estaban obligados a colocarse bajo la autoridad de la ley”. Pero, si todas las personas tienen los mismos deberes y derechos, y si el abolengo no concede privilegios, ¿cómo se establece la jerarquía social?

Idealmente, por tres vías.

La respuesta política se sustenta en la democracia, basada en la regla de la mayoría, aunque con limitaciones constitucionales para evitar el atropello de las minorías. Se accede al privilegio de ser mandatario por la gracia del pueblo en comicios concebidos para designar a los servidores públicos.

La respuesta social es la meritocracia. Los puestos se ocupan no por la prosapia sino por la preparación. Ser el marqués o su hijo no sirve para dirigir la guerra o para no servir en la milicia. No puede invocarse el linaje para acceder o para rechazar responsabilidades.

La respuesta económica es el mercado. Los consumidores eligen con sus preferencias los bienes y servicios que desean adquirir. Esta selección hace ricos a unos, destruye a otros y aumenta las diferencias sociales. Es imperfecta, pero mejor que la escogencia arbitraria de “ganadores” y “perdedores”, a cargo de funcionarios y burócratas generalmente en busca de coimas o comisiones ilegales.

En el mundo moderno esto comenzó a ocurrir a fines del siglo XVIII en Estados Unidos, precisamente por el desamparo con relación a Inglaterra en que los dejó el éxito de la Revolución americana.

El resultado de este experimento social fue una república exitosa, parcialmente interrumpida por la Guerra Civil (1861-1865), iniciada con cuatro millones de estadounidenses, federados en trece estados semiindependientes, trenzada con instituciones sólidas, que ha resistido durante 230 años, contados a partir de la aprobación de la Constitución de 1787.

¿Se puede imitar ese modelo? Sí, pero sólo si se comprende la extrema importancia de la premisa inicial: todas las personas son iguales ante la ley… pero todas deben obedecerla.

Por supuesto que se puede emular el ejemplo norteamericano: lo han hecho, paulatinamente, las 25 naciones más prósperas y felices del planeta, en las que no suele haber tolerancia con la corrupción. Pero todo comienza con tomar en serio el punto de partida. Eso es lo que no se comprende bien en casi todo el mundo.

Periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de Canallas.

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