La Habana, Cuba - Cuando se vive bordeando un abismo se pierde la capacidad de pensar en el futuro. Pregúntenle a Giraldo, plomero de la empresa Aguas de La Habana, cuáles son sus planes para el 2017 y verá un gesto de sorpresa en su rostro.
Se quita la gorra desteñida que alguna vez fue azul de los Yankees de New York y se queda unos segundos meditando. Antes de conocer su respuesta, le doy algunos detalles sobre su existencia diaria.
Giraldo reside en un apartamento mínimo, de una sola habitación, pero debido al hacinamiento, tuvo que ampliar con una barbacoa. Ahora conviven siete personas de tres generaciones diferentes.
Desayunan café, cuando hay, y de un pomo plástico con un aliño de aceite, ajo machacado y sal le echan al panecillo de ochenta gramos que por la libreta de racionamiento y al precio de cinco centavos, tienen derecho todos los nacidos en Cuba. El almuerzo, cuando hay, es sencillo y rápido: en un fogón ennegrecido de luz brillante, se recalientan las sobras de la comida nocturna.
En la sala puede verse un anacrónico televisor chino de tubos catódicos y en un estante de madera y cristal, media docena de botellas vacías de ron y whisky sirven de adorno.
La nevera Haier, también china, otorgada hace once años, aún no se ha terminado de pagar. “Y no la vamos a pagar”, señala tranquilamente la madre de Giraldo, mientras se mece en un sillón de hierro.
El apartamento necesita reformas. Pero el dinero ni siquiera alcanza para darle una mano de pintura. Ellos no tienen cuentas en el banco, no sueñan con conducir un auto moderno con GPS y jamás han pensado pasar sus vacaciones en Varadero o Cayo Coco.
Sus vidas se resumen en trabajar ocho horas diarias los adultos y de lunes a viernes estudiar los niños. Y después de cenar, sentarse en una butaca remendada a ver la novela de turno o un partido de béisbol de la serie nacional.
Probablemente, como en una moviola de cine, esas imágenes han pasado por la mente de Giraldo antes de contestar una pregunta que a cualquiera se le antojaría simple. Ya con su discurso armado, responde, sin drama:
“Para los que como nosotros contamos el dinero por centavos, todos los años son más o menos iguales. Unos menos malos que otros. Pero ninguno bueno. Considero injusto que el gobierno no le resuelva los problemas a la gente que trabaja y se jode todos los días. Mi único plan es conseguir dinero suficiente para arreglar el techo, lleno de goteras. Desde hace tres años estoy en eso y no he podido reunir la plata”.
Cualquier persona sensata debe poner los pies en la tierra antes de juzgar un contexto. Supongo que ahora mismo en Alepo, Siria, o en una ciudadela acosada por los señores de la guerra en Yemen, un mendrugo de pan o no escuchar el aullido de los morteros, es una buena señal que se llegará con vida al día siguiente.
Pero Cuba no vive una guerra civil. Los planes de Julio, un cubano recién llegado a Estados Unidos son diferentes.
En la Isla estuvo preso por malversación cuando fue administrador de una cafetería estatal. Luego el alcohol y la falta de futuro lo llevaron a un ciclo autodestructivo. Pero cuando traspasó el puente internacional de El Paso, en Laredo, juró comenzar de nuevo. Ahora reside en Kentucky con un frío insoportable. Dos veces a la semana, mediante IMO, Julio se comunica con sus amigos quienes desde una zona wifi de La Habana esperan la conexión y les cuenta que va a trabajar duro en Estados Unidos para salir adelante.
Para salir adelante muchos emigran de Cuba. Conocen las dificultades, lo que cuesta adaptarse a otras costumbres y las dificultades de aprender un nuevo idioma.
“El problema es aferrarse a una opción, que sea realizable, por lejana que esté. Que cuando tú pases por la tienda o una concesionaria de automóviles, uno pueda decir, mira aquel auto, si trabajo duro, podré comprarlo. Si me esfuerzo, podré mejorar mi calidad de vida. Todo lo bueno que pueda pasar en tu vida depende de ti. Aquí las cosas no dependen de uno”, indica Sergio, vendedor a domicilio de ropa que clandestinamente importa de Panamá.
Sería muy pretencioso dibujar una Cuba monolítica. No existe. Hay demasiadas realidades superpuestas en la Isla. Pero si algo queda claro es que se ha perdido la capacidad de pensar en grande.
“Todos los 31 de diciembre, las personas nos trazamos metas. Y le decimos a los parientes y amigos ‘ojalá que para el año próximo se cumplan tus sueños'. ¿Pero cuáles son nuestros sueños? Mejorar salarialmente en el trabajo, poder hacerte santo, ganar una buena suma en la 'bolita' o marcharte del país. Son muy pocos los que tienen planes de ampliar sus negocios o los que pueden comprar una casa mejor o un coche moderno. Nuestras metas son de poco calado. Hacer un poco más de dinero y comer mayor cantidad de comida. El gobierno no has matado las esperanzas con ideologías, discursos antiimperialistas y odas a Fidel Castro”, opina Rachel, abogada.
Cuando usted indaga entre los cubanos, las aspiraciones para 2017 no tienen nada de ambiciosas. Todo lo contrario. Antonio, jubilado de 79 años, desea que este año “no se vaya la luz, que mejore la calidad del pan, que el Estado repare los edificios multifamiliares y que me aumenten a mil pesos la pensión a mil pesos”.
Lo dice con un tono que pretende parecer chistoso, pero que más bien da tristeza y compasión. Y es que entre los ciudadanos de a pie se percibe un escepticismo, cansancio, desazón y apatía que parece no tener cura. No es que no aspiren a vivir mejor. Es que no encuentran el modo de lograrlo.