En una casona del Vedado, rodeada de una cerca de hierro, de carteles, propagandas y consignas alegóricas a las bondades de eso que se acostumbraron a llamar Revolución, la última gran dama de Cuba vivía encerrada en su propio bastión de resistencia.
Dulce María Loynaz, portadora del ADN de mambises, aristócratas y poetas, soportaba estoica las descargas de piedras que los pioneritos, dirigidos por el compañero presidente del CDR de la cuadra, se dedicaban a lanzar contra su trinchera.
Su resistencia, aristocrática, tenaz y solitaria, es quizá el mayor ejercicio de dignidad que se haya practicado en Cuba en los últimos 65 años, porque los no iniciados en los misterios de la palabra no sabían, no podían saber, que esa anciana delgada y silenciosa era dueña de un arma, la más poderosa de las armas, la dadora de vida, la que deja marcas que jamás cicatrizan: la palabra,
la palabra en verso, la palabra en prosa, la palabra radiante como sábana blanca.
Nacida en 1902, año de la independencia de Cuba que diera paso a una República condenada a vivir sólo cincuenta y siete años, la hija de Enrique Loynaz y del Castillo, en General de las Guerras de Independencia, es considerada una de las más altas y reconocidas voces de lo que se conoce como “literatura posmodernista”.
Tras la llegada de Fidel Castro al poder, la escritora hizo de su vida un monumento de silencioso rechazo al populismo castrista.
En 1992, España la reconoció entregándole el Premio Cervantes de Literatura y el Premio de Periodismo Doña Isabel La Católica en España por su ensayo «El último rosario de la reina». Cinco años más tarde, la escritora cubana que vivía encerrada en su casona del Vedado, rodeada de consignas y niños tirapiedras, abandonaba el mundo convertida en leyenda para las nuevas generaciones de poetas.
DIVAGACIÓN
Si yo no hubiera sido....
¿qué sería en mi lugar?
¿Más lirios o más rosas?
0 chorros de agua
o gris de serranía
o pedazos de niebla
o mudas rocas...
De alguna de esas cosas, la más fría
me viene al corazón que las añora.
Si yo no hubiera sido,
el alma mía repartida
pondría en cada cosa una chispa de amor...
Nubes habría
más que otras nubes lentas...
(¡la nube que podría haber sido!...)
¿En el sitio, en la hora de qué árbol estoy,
de qué armonía más asequible y útil?
Esta sombra tan lejana parece que no es mía.
Me siento extraída en mi ropaje
y rota en las aguas,
en la monotonía del viento sobre el mar,
en la paz honda del campo,
en el sopor del mediodía!...
¡Quién me volviera a la raíz remota
sin luz, sin fin, sin término y sin vía!
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